jueves, 31 de mayo de 2012

EL FUNERAL


                                           
Hoy sepultamos a Papá.    Una llovizna pertinaz estuvo acariciando silenciosa y fría los tejados, y tal vez, calando de frío los huesos de los noctámbulos:  taxistas, vigilantes y demás habitantes de la noche.    Una vez amaneció la opacidad de la mañana vistió de gris nuestra pena y cómo si fuera sabedora de nuestra tristeza nos abrigó con su abrazo frío y leve.
Papá muertito conserva ese seño tan peculiar en él, ese adusto gesto que le daba un raro encanto de gran personaje, esa presencia gigantesca de gran hombre, protagonista de todas nuestras vidas y figura principalísima en el rol de la suya propia.
Papá profeta:  “Tu llegarás muy lejos hijo, en esta o en aquella cosa; en cualquier momento encontrarás tu camino y te definirás”.  “No tomes ese innecesario riesgo, será desperdiciarte”.   “Va a suceder esto o aquello”  y claro…..sucedía!!
Papá simple en su grandilocuente actuación, enseñando todo a sus hijos….”para que nada se te escape, para que nada te sea ajeno ni extraño”.
Papá gesticulando con sus hijos al recitar o cantar versos o canciones, declamando o perorando un gran discurso; jugando un escondite o adivinando con esa facilidad que le da a los viejos la malicia;  Papá grandioso en los abrazos y la risas con sus hijos;  complaciente, compinche, cómplice; mecatero, maromero, chistoso.

Y hoy, helo aquí tendido en el sarcófago, entumecido de frío;  esperando que por las fauces profundas de una sepultura La tierra lo devore, lo ingiera hasta ocultarlo allá  abajo, lejos de las miradas angustiadas de sus amorosos hijos.   Papá ha muerto y hoy lo llevaremos al parque cementerio a dejarlo allí bajo el manto oscuro de la tierra, calado de frío y solo;  solo porque allá no podremos acompañarlo  -allá no llegamos vivos-   por muy grande que sea nuestro amor por Papá lo acompañaremos únicamente hasta la boca de la sepultura, de allí en adelante él seguirá solito.

Mis hermanas  -sus dignas hijas-  gesticulan plañendo su pena como representando una actuación, hacen ruido y el torrente de sus lágrimas todo lo inunda.

Yo   -acomplejado-   yo que siempre suelo pasar inadvertido espero a un lado;  sollozo ahogando mi llanto en un pañuelo para que no se me escuche.   Amo a este viejo supremamente y aunque sé que este desenlace es normal en toda vida, me duele;  me duele que este catafalco contenga a mi padre;  me duele enormemente que este muertito sea mi Papá y siento enorme pena por dejarlo aquí solo en este hueco cubierto de tierra húmeda y fría y pienso como en una triste sonata que alguna vez conocí:  “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”……. Que solo se quedará Papá con sus grandes manos entrelazadas sobre el pecho, inútiles, inermes, yertas y tumefactas por el terrible frío de la muerte.  Que solo se quedará allí entre las húmedas sombras de la noche eterna sin más ruido que el rasquetear de los gusanos sobre su propia piel.    Menos mal que tiene sus ojillos azules bien cerrados, así no podrá ver cómo las fauces ávidas de sus propios gusanos lo corroen y lo devoran.

Con su cara de idiota el cura entona su coro de estupideces, recita la monotonía de sus oraciones sin gusto, sin un gesto que demuestre que realmente siente la pena que finge;  es un hombre simple, flaco y desaliñado, escuálido, aparatoso, distante;  pienso en lo que diría Papá al verlo:  “Es un idiota”.  Es lo único que trasmite claramente, es lo único que lo trasciende:  su imbecilidad.   Lo absurdo de sus gestos, el ronroneo monótono y pesado de sus frases rituales y vacías inunda el jardín lujoso y bien cuidado que nos circunda.  El jardinero que cuida el lugar ocasionalmente riega con un chorro de manguera las plantas cada día y el sol se encarga de hacer el resto, para que las hileras de jardineras estallen en floración cada tanto;  y cada tanto el tipejo, con un rastrillo metálico raspa la tierra para limpiarla de malezas y así mantener hermoso este jardín que habitado por huesudas calaveras y descarnados esqueletos, abrigado por ese silencio sobrecogedor que lo arropa, es frío y lúgubre;  a la vez que hermoso y florecido….. ¡¡Oh Dios, que solos se quedan los muertos!!

Anoche  -o antenoche, no se bien-   llegó la señora Judith.  Yo estaba sentando en una silla de brazos mullidos observando el desfile de hipócritas,  que como si se tratara de una cosa rara se acercaban al sarcófago con una sonrisa estúpida y una mal disimulada sorpresa a ver a Papá y enseguida se despachaban con una verborrea inútil y simplona  a presentarle sus condolencias a Mamá y a los demás de la familia.  Yo anclado en ese sillón veía sin escuchar y pensaba:  Cómo hace alguien medianamente cuerdo para representar ese papelón ante una viuda compungida?   Qué cara mas dura recitar esa sarta de babosadas ante una pobre señora que sólo acierta a asentir con un leve movimiento de cabeza, esa verborrea absurda de “lo siento mucho”  -Que vas a sentir vos nada-    “que pérdida horrible para nuestra sociedad”   -Que pérdida ni que nada, quien ha perdido aquí soy yo-.   Y aún con  mayor cinismo no falta la que dice, dándose aires de gran señora: “Quedó hermoso, como si durmiese;  se fue feliz”   -Como si morir fuese un acto voluntario, como el de abordar un bus en medio de una fastuosa despedida.

Entre tantas gentes que desfilan en el velatorio de Papá llegó la señora Judith, esbelta, soberbia, hermosa.  Con esa dignidad de su porte imperial, con el cabello recogido en una moña, despejando de rizos dorados su amplia frente de dama soñadora;  con ese perfil helénico de mejillas sinuosas bajo sus parpados ligeros e iluminados por sus hermosos ojos, verdosos y cintilantes como espejos de aguas tranquilas.   A su lado Martha   -digna hija de su madre-    linda, menuda, ligera, gentil.  La vieja habla y yo, desde la comodidad de mi silla en la distancia, veo el movimiento pausado y leve de sus labios que carnosos y tibios se entreabren para balbucir las palabras con deliciosa coquetería al argumentar y no puedo evitar el pensar en su deliciosa vagina;  me olvido momentáneamente de mi pena y pienso en la delicia de aquella vagina tibia y desconocida de esta preciosa señora y al verla gesticular siento que la vida palpita en mi entrepierna;  erecta mi humilde lanza de niño huérfano empieza a reclamar su dosis de caricias y mis manos se tienen que aferrar con fuerza a los brazos de la silla para mantenerme allí anclado.   Martha la bella me mira de pasada y en su mirada hay un torrente de compasión que me circunda como en una ventisca, que quiere como a una brizna de yerba seca levantarme y sacudirme débil e inerte por el aire para después arrojarme allá lejos, donde las cosas inútiles se pierden de vista;  y yo aferrado a mi silla soporto el chaparrón que me acomete feroz, como en medio de un violento tornado. estoy solo, anclado firmemente a mi sillón, con mi pequeña lanza en ristre y con esta maldita corbata que me asfixia como el pulpo que con sus extremidades viscosas y sus chupas poderosas abraza a su víctima y le extrae sus jugos para luego soltarla inerte y escuálida.    Esta puta corbata me ahoga   -es como si su presión aumentara-  este remolino me ahoga y me ultraja;  los ojos de Martha me queman con miradas que se me antojan lastimeras;  y los labios  -vaginales, húmedos y carnosos-  de Judith me excitan.  El pobre macho que hay en mí se encabrita y cuando decide levantarse y dar la pelea, presentar la lucha de coses y dentelladas  -un segundo antes-   mira el ataúd donde reposa Papá;  mira el escenario absurdo de velas encendidas, tapetes purpúreos y ramos de flores gigantescos, arreglado como para una ceremonia de coronación;  mira además el desfile de seres vacíos y ceremoniales que esputan sus babosadas y estupideces y concluye con la lógica asertiva con que Papá lo hubiera hecho:  “Déjalo así, no ves que es idiota”.  Es idiota todo esto, soy idiota aquí sentado excitado por una dama otoñal y agredido por su hija, su escudera fiel;  es una idiotez todo esto de encerrar el cuerpo del finado en un cajón de madera y exhibirlo en una sala arreglada como para la coronación de un soberano.   Es tremendamente absurdo, por idiota,  el comportamiento de las gentes de fingir una pena y posar de piadosos ante una carroña;  y más absurdo y más idiota es para sus dolientes fingir que se creen esa sarta de estupideces; es idiota como simulan que olvidaron sus diferencias,  como por arte de magia en un chasquear de dedos el finado es buenísimo;  el hijo de puta que hasta ayer lo acosó, lo persiguió y lo perjudicó, lo extraña y lo que es peor aún, lamenta su ausencia.  Es idiota, es absurdo y falaz que por el hecho de morir todo cambie de manera tan radical.  Soy idiota, soy un pobre e hijo de puta idiota que perdió sus esperanzas;  soy un pobre hijo de puta que no puede resucitar a su papá que con gesto adusto ocupa su lugar en el cajón en el que viajará al profundo, frío y oscuro cráter del más allá.


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