viernes, 4 de mayo de 2012

El Mayor de los Delitos


                          
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El hombre paseo largamente su mirada sobre la textura  -obviamente nueva-   de la pared brillante, esmaltada en un estuco que quien sabe de qué manera, el que lo aplicó, logró dejarlo dando visos irisados, como si estuviera escarchado con pequeñísimos espejuelos luminosos.     Repasó nuevamente con la mirada el fondo plano y claro de la amplia pared solo interrumpido por el par de columnatas que adornadas con un sobrio semi-arco en yeso    -prefabricado-   orlaba la parte superior del portón de acceso a la que otrora fuera su casa, su vivienda, y que hoy   -ya ajena-   sólo podía limitarse a contemplar con un cierto dejo de timidez y aún de nostalgia, pues fue su casa.   En sus amplios corredores jugó futbolito con sus hermanos   -Jairo y Jaime-   Y en su inmenso patio   -aunque enmalezado-   sus hermanas jugando a ser mujeres, hicieron sus primeros platos;   en aquellas comitivas festivas de la infancia, en las que bautizaban muñecas y mascotas;  celebraban bodas, cumpleaños y grados imaginarios y desde luego, fueron esposos, padres, policías y hasta rehenes o convictos;   en esas deliciosas tardes de sol vallecaucano ardiente y brillante, refrescadas por siropes y agüalulos o masatos con que Empera   -la madre-   los bombardeaba.

De golpe se le vienen a la memoria las agua-de-panela con limoncillo   -para el estómago-   o con pronto-alivio, para el catarro;  o con paico, para las lombrices y parásitos.   Las aguas calientes, para limpiar pequeños cortes y arañazos en brazos y piernas.  También rememora los emplastos para tumefacciones, que los viejos en su jerga caprichosa y anticuada solían llamar descomposturas;  un codo o un pie luxado, según Gilberto   -su papá-  estaba descompuesto;  y a pesar de ser su papá y su tocayo de una sola vez, eso no impedía que con “mierda de gato”  le sobara el músculo luxado en medio de sus gritos de dolor y pánico, ante ese paliativo.    Hoy, Tico   -como todos lo llamaban-    ya viejo, al contemplar  la que fuera su casa, vuelve a vivir aquellas emociones y dolores, aquellas dichas, penas y alegrías y vuelve a escuchar la risa hermosa de Dorita, su hermanita más chica;  que era como una dulce melodía rica y suave al oído.   Por un momento vuelve a sentir en su tobillo la presión de las manos ásperas del viejo Gilberto, que embadurnadas de yodosilato, recorren su piel haciendo una tremenda presión en cortos recorridos hacia arriba   -por que los sobanderos solían decir que hacia abajo la sobajina se pasmaba-   Luego con un pañal,   -heredado o hurtado de la cuna del bebé más pequeño de la familia-   le envolvía el pie fuertemente apretado y pare de contar;  mañana otra vez la tortura.   Seguramente la luxación se curaba más rápido por el terror a aquellas sobas tremendas, más que por la efectividad del remedio.

Mira a su alrededor con mal disimulada tristeza, tratando de posar su mirada en alguna cara conocida, sin lograrlo.   Las gentes del vecindario que van o vienen   -pasan a su lado-   con tal ignorancia de aquel individuo, que es como si no estuviera allí;  nadie tiene un gesto amable o una palabra de cortesía con este nuevo transeúnte de la carrera cincuenta y seis;  es como si no existiera.   Camina lento sobre la acera contraria a su casa y de pronto se fija en el número   -que en hermosos herrajes niquelados en dorado-   identifica su antigua vivienda.   Aquel 19-32 de la carrera 56 de siempre, también está irreconocible;  el que antes estuviera gravado en una lámina de hoja-lata bordeada con pintura ha sido reemplazado por este ostentoso dorado, en hermosos arabescos artísticos y lujosamente pulido.
   
Finalmente el hombre se aleja por sobre la avenida, sin prisa camina hacia lo que antes fuera una amplia galería en aquella comunidad del norte de la ciudad y que hoy está transformada en una gran plazoleta ajardinada, dotada de centros comerciales y de diferentes y arrogantes edificios de hoteles y de viviendas de esas que hoy llaman multifamiliares y que Gilberto no acierta a comprender por qué. 

Por un momento se dedica a mirar las callecitas peatonales y los juegos en las zonas verdes, contenido por barreras de láminas metálicas, combinadas con mallas de grandes ojos y por franjas de zona verde con materas gigantescas y esporádicos módulos con teléfonos públicos y cestos para arrojar basuras.   Entonces tiene una pequeña medida de lo que es el paso del tiempo a la vida del hombre:  Inexorable, inmodificable, incontenible.    Gilberto reflexiona:  ¿Cómo tras treinta años de reclusión, la vida en la ciudad se transformó de tal manera?     El cura   -un convicto al que llamaban así por su cara de puritano y por que era muy estudiado-   solía decir que el tiempo no existía, que las cosas eran sencillamente como cada uno quisiera verlas y que la vida era en realidad una circunstancia metafísica;  que el reloj y el calendario eran en abstracto, los barrotes de esa gigantesca cárcel en que el hombre está contenido y que para nada podíamos siquiera pensar en salir de allí y realizarnos o vivir lo que otros tantos   -que dizque saben-   llaman nuestras vidas;   “somos   -remataba-    como veletas agitadas al viento derivando al capricho de las circunstancias”.

Deambulando por ahí, desemboca en una pequeña placita al interior de un centro comercial, adornada con una pequeña fuente luminosa en la que se ilumina la penumbra con rayos de luces de colores entre sonoros y refrescantes chorros de agua, que salen despedidos hacia arriba, desde unos surtidores, que disimulados en pétalos de flores acrílicas coloreadas vivamente le dan al conjunto, el aspecto de una gran maceta.   Curioso el hombre se acerca a mirar, apoyado en una barrera de láminas de aluminio plano, atornilladas sobre ángulos de hierro empotrados en pequeños muros de grano pulido;  fija su mirada en una plaqueta que dice, en letras suficientemente grandes para que el hombre alcance a leerlas:  “Hecho en Medellín” y que debajo de este texto, en letras más pequeñas, debe decir cosas tales como nombres, direcciones, etc;  que el viejo no alcanza a leer.   Justamente al frente, al otro lado de la fuente hay una agencia de apuestas, a la que el viejo entra y se entera que por ser viernes, juega la lotería de Medellín  -entre otras-   lo que le parece en extremo casual, después de haber leído ese nombre en la plaqueta de la fuente;  entonces decide hacer el número de la puerta de la que fuera su casa, en pleno, con dicha lotería y luego se marcha, hacia el lugar donde pasará la noche   -un hotelucho popular del centro de la ciudad-   donde piensa pasar unos días, mientras encuentra una pieza, donde habitar permanentemente y dedicarse a trabajar lo que sabe, lo único que le dejó aquella larga estancia en la penitenciaría:  Tallar madera.

Ahora camina un poco más rápido pues ya a caído la noche y antes de recogerse en el cuarto del modesto hotel, arriba a un asadero cercano a comer algo;  allí tropieza con un lotero, un hombre ya mayor que le ofrece el último billete que le queda de la lotería de Medellín y que para su sorpresa, es aquel 1932, de la serie 56;  pasmado por tal sorpresa lo compra y luego de consumir su humilde cena se retira.   En la habitación, en un pequeño transistor que hace ya mucho tiempo lo acompaña, escucha el sorteo de la lotería y el número del premio mayor y de su serie coinciden exactamente con los números que él tienen en su billete.

Un poco más allá de las nueve de la mañana del siguiente día, Gilberto sale de la agencia de chance con cerca de 20 millones en su bolsa de lona y con el corazón a mil;  sabe que tiene el billete de la lotería premiado con 500 millones, bien encaletado;  pero no sabe que hará con él.    Lo primero que se le ocurre es entrar a un restaurante distinguido, a meterse un buen desayuno, de esos de los tiempos idos;  un desayuno de hígado encebollado, tasa de chocolate espumeante y tajada de queso;  como cuando era libre y joven y ganaba plata y tomaba trago y tenía amigas que le abrían las puertas y las piernas.   Antes de caer en desgracia;   antes de la triste circunstancia de apoderarse de una maleta ajena    -en un bus- en la que se transportaba un arma con la que   -según dijeron-  él había matado a unas personas y no pudo demostrar lo contrario.   ¿Cómo iba a hacerlo si no tenía con que pagar un abogado?    ¿Cómo el doctor que le nombraron de oficio iba a hacerlo si nunca tenía tiempo para él?   “Acepte esos cargos, asuma su responsabilidad y saldrá rápidamente de  esto”  le decía.   Pero él no podía ser tan güevón de aceptar lo inaceptable;   él no podía ser tan pendejo de convertirse en un asesino por el capricho de un doctor que ni siquiera sabía la verdad de los hechos, pues cada que Gilberto se los quiso narrar, siempre se escudaba en la prisa y lo dejaba con el relato entre la boca, a medias.   

Finalmente lo condenaron a 30 años a la sombra;  y en la apelación    -el abogado fue lo mismo de negligente-   la sentencia   fue confirmada.     Como un espejismo pasan por su memoria aquellos 30 años de su vida, y como decía “el cura” :  “Eso fue ayer,  no los sintió”.     El tiempo no existe, no se puede tocar, sólo deja una huella apenas perceptible en la piel y una pequeña reseña en la memoria:   La piel se arruga y se hace mustia y la memoria se recrea añorando el pasado, pero no más.

El nuevo rico que es ahora Gilberto   -todos los días-   ante el espejo reclama   -se reclama-   ese instante de su vida, es momentito de vida que le robaron, esos 30 años de goce, de calle, de familia que se le fueron entre aquella maldita maleta que en mala hora tomó en el bus.  Esos 30 años perdidos de tener familia, de asistir a los bautizos de sobrinos   -seguramente los tendrá-   de haber llevado sus hijitos   -si los tuviera-   de la mano a la escuela.   Esos 30 años sin paseos de olla al río;  sin tardes de futbolito con los amigotes y remates cerveceros;  sin novias, sin montar en carro o en esos chécheres que ahora llaman motos y que él no logra descubrir entre los pliegues de la memoria.
Treinta años por pobre   -su único delito-   treinta años por no tener con que pagar un maldito abogado que hablara en esos términos técnicos lo que él decía en sus palabras, en la jerga urbana del hombre de la calle:   “Yo no disparé”   “Yo no sabía que había allí”  “Tomé la maleta y salí con ella ignorando su contenido”   Pero no, el juez no habla ni entiende el lenguaje de los pobres diablos;  sólo escucha y comprende el lenguaje técnico de los abogados y eso le costó permanecer treinta años en un corral;  por qué?    ¿Por ladrón?   ¿Por asesino?  -No, peor que eso-   “Por pobre”.    Por que como decía el cura :  “Ser pobre   -en este país-   es el peor, el mayor y el más duramente castigado de los delitos.

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