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El hombre paseo largamente su mirada sobre la
textura -obviamente nueva- de la pared brillante, esmaltada en un
estuco que quien sabe de qué manera, el que lo aplicó, logró dejarlo dando
visos irisados, como si estuviera escarchado con pequeñísimos espejuelos
luminosos. Repasó nuevamente con la
mirada el fondo plano y claro de la amplia pared solo interrumpido por el par
de columnatas que adornadas con un sobrio semi-arco en yeso -prefabricado- orlaba la parte superior del portón de
acceso a la que otrora fuera su casa, su vivienda, y que hoy -ya ajena-
sólo podía limitarse a contemplar con un cierto dejo de timidez y aún de
nostalgia, pues fue su casa. En sus
amplios corredores jugó futbolito con sus hermanos -Jairo y Jaime- Y en su inmenso patio -aunque enmalezado- sus hermanas jugando a ser mujeres, hicieron
sus primeros platos; en aquellas
comitivas festivas de la infancia, en las que bautizaban muñecas y
mascotas; celebraban bodas, cumpleaños y
grados imaginarios y desde luego, fueron esposos, padres, policías y hasta
rehenes o convictos; en esas deliciosas
tardes de sol vallecaucano ardiente y brillante, refrescadas por siropes y
agüalulos o masatos con que Empera -la
madre- los bombardeaba.
Mira a su alrededor con mal disimulada
tristeza, tratando de posar su mirada en alguna cara conocida, sin
lograrlo. Las gentes del vecindario que
van o vienen -pasan a su lado- con tal ignorancia de aquel individuo, que
es como si no estuviera allí; nadie
tiene un gesto amable o una palabra de cortesía con este nuevo transeúnte de la
carrera cincuenta y seis; es como si no
existiera. Camina lento sobre la acera
contraria a su casa y de pronto se fija en el número -que en hermosos herrajes niquelados en
dorado- identifica su antigua
vivienda. Aquel 19-32 de la carrera 56
de siempre, también está irreconocible;
el que antes estuviera gravado en una lámina de hoja-lata bordeada con
pintura ha sido reemplazado por este ostentoso dorado, en hermosos arabescos
artísticos y lujosamente pulido.
Finalmente el hombre se aleja por sobre la avenida,
sin prisa camina hacia lo que antes fuera una amplia galería en aquella
comunidad del norte de la ciudad y que hoy está transformada en una gran
plazoleta ajardinada, dotada de centros comerciales y de diferentes y
arrogantes edificios de hoteles y de viviendas de esas que hoy llaman
multifamiliares y que Gilberto no acierta a comprender por qué.
Por un momento se dedica a mirar las callecitas
peatonales y los juegos en las zonas verdes, contenido por barreras de láminas
metálicas, combinadas con mallas de grandes ojos y por franjas de zona verde
con materas gigantescas y esporádicos módulos con teléfonos públicos y cestos
para arrojar basuras. Entonces tiene
una pequeña medida de lo que es el paso del tiempo a la vida del hombre: Inexorable, inmodificable, incontenible. Gilberto reflexiona: ¿Cómo tras treinta años de reclusión, la vida
en la ciudad se transformó de tal manera?
El cura -un convicto al que
llamaban así por su cara de puritano y por que era muy estudiado- solía decir que el tiempo no existía, que
las cosas eran sencillamente como cada uno quisiera verlas y que la vida era en
realidad una circunstancia metafísica;
que el reloj y el calendario eran en abstracto, los barrotes de esa gigantesca
cárcel en que el hombre está contenido y que para nada podíamos siquiera pensar
en salir de allí y realizarnos o vivir lo que otros tantos -que dizque saben- llaman nuestras vidas; “somos
-remataba- como veletas
agitadas al viento derivando al capricho de las circunstancias”.
Deambulando por ahí, desemboca en una pequeña
placita al interior de un centro comercial, adornada con una pequeña fuente
luminosa en la que se ilumina la penumbra con rayos de luces de colores entre
sonoros y refrescantes chorros de agua, que salen despedidos hacia arriba,
desde unos surtidores, que disimulados en pétalos de flores acrílicas
coloreadas vivamente le dan al conjunto, el aspecto de una gran maceta. Curioso el hombre se acerca a mirar, apoyado
en una barrera de láminas de aluminio plano, atornilladas sobre ángulos de
hierro empotrados en pequeños muros de grano pulido; fija su mirada en una plaqueta que dice, en
letras suficientemente grandes para que el hombre alcance a leerlas: “Hecho en Medellín” y que debajo de este
texto, en letras más pequeñas, debe decir cosas tales como nombres,
direcciones, etc; que el viejo no
alcanza a leer. Justamente al frente,
al otro lado de la fuente hay una agencia de apuestas, a la que el viejo entra
y se entera que por ser viernes, juega la lotería de Medellín -entre otras- lo que le parece en extremo casual, después
de haber leído ese nombre en la plaqueta de la fuente; entonces decide hacer el número de la puerta
de la que fuera su casa, en pleno, con dicha lotería y luego se marcha, hacia
el lugar donde pasará la noche -un
hotelucho popular del centro de la ciudad-
donde piensa pasar unos días, mientras encuentra una pieza, donde
habitar permanentemente y dedicarse a trabajar lo que sabe, lo único que le
dejó aquella larga estancia en la penitenciaría: Tallar madera.
Un poco más allá de las nueve de la mañana del
siguiente día, Gilberto sale de la agencia de chance con cerca de 20 millones
en su bolsa de lona y con el corazón a mil;
sabe que tiene el billete de la lotería premiado con 500 millones, bien
encaletado; pero no sabe que hará con él. Lo primero que se le ocurre es entrar a un
restaurante distinguido, a meterse un buen desayuno, de esos de los tiempos
idos; un desayuno de hígado encebollado,
tasa de chocolate espumeante y tajada de queso;
como cuando era libre y joven y ganaba plata y tomaba trago y tenía
amigas que le abrían las puertas y las piernas. Antes de caer en desgracia; antes de la triste circunstancia de
apoderarse de una maleta ajena -en un
bus- en la que se transportaba un arma con la que -según dijeron- él había matado a unas personas y no pudo
demostrar lo contrario. ¿Cómo iba a hacerlo
si no tenía con que pagar un abogado?
¿Cómo el doctor que le nombraron de oficio iba a hacerlo si nunca tenía
tiempo para él? “Acepte esos cargos,
asuma su responsabilidad y saldrá rápidamente de esto”
le decía. Pero él no podía ser
tan güevón de aceptar lo inaceptable;
él no podía ser tan pendejo de convertirse en un asesino por el capricho
de un doctor que ni siquiera sabía la verdad de los hechos, pues cada que
Gilberto se los quiso narrar, siempre se escudaba en la prisa y lo dejaba con
el relato entre la boca, a medias.
El nuevo rico que es ahora Gilberto -todos los días- ante el espejo reclama -se reclama- ese instante de su vida, es momentito de
vida que le robaron, esos 30 años de goce, de calle, de familia que se le
fueron entre aquella maldita maleta que en mala hora tomó en el bus. Esos 30 años perdidos de tener familia, de
asistir a los bautizos de sobrinos
-seguramente los tendrá- de
haber llevado sus hijitos -si los
tuviera- de la mano a la escuela. Esos 30 años sin paseos de olla al río; sin tardes de futbolito con los amigotes y
remates cerveceros; sin novias, sin
montar en carro o en esos chécheres que ahora llaman motos y que él no logra descubrir
entre los pliegues de la memoria.
Treinta años por pobre -su único delito- treinta años por no tener con que pagar un
maldito abogado que hablara en esos términos técnicos lo que él decía en sus
palabras, en la jerga urbana del hombre de la calle: “Yo no disparé” “Yo no sabía que había allí” “Tomé la maleta y salí con ella ignorando su
contenido” Pero no, el juez no habla ni
entiende el lenguaje de los pobres diablos;
sólo escucha y comprende el lenguaje técnico de los abogados y eso le
costó permanecer treinta años en un corral;
por qué? ¿Por ladrón? ¿Por asesino? -No, peor que eso- “Por pobre”. Por que como decía el cura : “Ser pobre
-en este país- es el peor, el
mayor y el más duramente castigado de los delitos.
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