jueves, 31 de mayo de 2012

EL FUNERAL


                                           
Hoy sepultamos a Papá.    Una llovizna pertinaz estuvo acariciando silenciosa y fría los tejados, y tal vez, calando de frío los huesos de los noctámbulos:  taxistas, vigilantes y demás habitantes de la noche.    Una vez amaneció la opacidad de la mañana vistió de gris nuestra pena y cómo si fuera sabedora de nuestra tristeza nos abrigó con su abrazo frío y leve.
Papá muertito conserva ese seño tan peculiar en él, ese adusto gesto que le daba un raro encanto de gran personaje, esa presencia gigantesca de gran hombre, protagonista de todas nuestras vidas y figura principalísima en el rol de la suya propia.
Papá profeta:  “Tu llegarás muy lejos hijo, en esta o en aquella cosa; en cualquier momento encontrarás tu camino y te definirás”.  “No tomes ese innecesario riesgo, será desperdiciarte”.   “Va a suceder esto o aquello”  y claro…..sucedía!!
Papá simple en su grandilocuente actuación, enseñando todo a sus hijos….”para que nada se te escape, para que nada te sea ajeno ni extraño”.
Papá gesticulando con sus hijos al recitar o cantar versos o canciones, declamando o perorando un gran discurso; jugando un escondite o adivinando con esa facilidad que le da a los viejos la malicia;  Papá grandioso en los abrazos y la risas con sus hijos;  complaciente, compinche, cómplice; mecatero, maromero, chistoso.

Y hoy, helo aquí tendido en el sarcófago, entumecido de frío;  esperando que por las fauces profundas de una sepultura La tierra lo devore, lo ingiera hasta ocultarlo allá  abajo, lejos de las miradas angustiadas de sus amorosos hijos.   Papá ha muerto y hoy lo llevaremos al parque cementerio a dejarlo allí bajo el manto oscuro de la tierra, calado de frío y solo;  solo porque allá no podremos acompañarlo  -allá no llegamos vivos-   por muy grande que sea nuestro amor por Papá lo acompañaremos únicamente hasta la boca de la sepultura, de allí en adelante él seguirá solito.

Mis hermanas  -sus dignas hijas-  gesticulan plañendo su pena como representando una actuación, hacen ruido y el torrente de sus lágrimas todo lo inunda.

Yo   -acomplejado-   yo que siempre suelo pasar inadvertido espero a un lado;  sollozo ahogando mi llanto en un pañuelo para que no se me escuche.   Amo a este viejo supremamente y aunque sé que este desenlace es normal en toda vida, me duele;  me duele que este catafalco contenga a mi padre;  me duele enormemente que este muertito sea mi Papá y siento enorme pena por dejarlo aquí solo en este hueco cubierto de tierra húmeda y fría y pienso como en una triste sonata que alguna vez conocí:  “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”……. Que solo se quedará Papá con sus grandes manos entrelazadas sobre el pecho, inútiles, inermes, yertas y tumefactas por el terrible frío de la muerte.  Que solo se quedará allí entre las húmedas sombras de la noche eterna sin más ruido que el rasquetear de los gusanos sobre su propia piel.    Menos mal que tiene sus ojillos azules bien cerrados, así no podrá ver cómo las fauces ávidas de sus propios gusanos lo corroen y lo devoran.

Con su cara de idiota el cura entona su coro de estupideces, recita la monotonía de sus oraciones sin gusto, sin un gesto que demuestre que realmente siente la pena que finge;  es un hombre simple, flaco y desaliñado, escuálido, aparatoso, distante;  pienso en lo que diría Papá al verlo:  “Es un idiota”.  Es lo único que trasmite claramente, es lo único que lo trasciende:  su imbecilidad.   Lo absurdo de sus gestos, el ronroneo monótono y pesado de sus frases rituales y vacías inunda el jardín lujoso y bien cuidado que nos circunda.  El jardinero que cuida el lugar ocasionalmente riega con un chorro de manguera las plantas cada día y el sol se encarga de hacer el resto, para que las hileras de jardineras estallen en floración cada tanto;  y cada tanto el tipejo, con un rastrillo metálico raspa la tierra para limpiarla de malezas y así mantener hermoso este jardín que habitado por huesudas calaveras y descarnados esqueletos, abrigado por ese silencio sobrecogedor que lo arropa, es frío y lúgubre;  a la vez que hermoso y florecido….. ¡¡Oh Dios, que solos se quedan los muertos!!

Anoche  -o antenoche, no se bien-   llegó la señora Judith.  Yo estaba sentando en una silla de brazos mullidos observando el desfile de hipócritas,  que como si se tratara de una cosa rara se acercaban al sarcófago con una sonrisa estúpida y una mal disimulada sorpresa a ver a Papá y enseguida se despachaban con una verborrea inútil y simplona  a presentarle sus condolencias a Mamá y a los demás de la familia.  Yo anclado en ese sillón veía sin escuchar y pensaba:  Cómo hace alguien medianamente cuerdo para representar ese papelón ante una viuda compungida?   Qué cara mas dura recitar esa sarta de babosadas ante una pobre señora que sólo acierta a asentir con un leve movimiento de cabeza, esa verborrea absurda de “lo siento mucho”  -Que vas a sentir vos nada-    “que pérdida horrible para nuestra sociedad”   -Que pérdida ni que nada, quien ha perdido aquí soy yo-.   Y aún con  mayor cinismo no falta la que dice, dándose aires de gran señora: “Quedó hermoso, como si durmiese;  se fue feliz”   -Como si morir fuese un acto voluntario, como el de abordar un bus en medio de una fastuosa despedida.

Entre tantas gentes que desfilan en el velatorio de Papá llegó la señora Judith, esbelta, soberbia, hermosa.  Con esa dignidad de su porte imperial, con el cabello recogido en una moña, despejando de rizos dorados su amplia frente de dama soñadora;  con ese perfil helénico de mejillas sinuosas bajo sus parpados ligeros e iluminados por sus hermosos ojos, verdosos y cintilantes como espejos de aguas tranquilas.   A su lado Martha   -digna hija de su madre-    linda, menuda, ligera, gentil.  La vieja habla y yo, desde la comodidad de mi silla en la distancia, veo el movimiento pausado y leve de sus labios que carnosos y tibios se entreabren para balbucir las palabras con deliciosa coquetería al argumentar y no puedo evitar el pensar en su deliciosa vagina;  me olvido momentáneamente de mi pena y pienso en la delicia de aquella vagina tibia y desconocida de esta preciosa señora y al verla gesticular siento que la vida palpita en mi entrepierna;  erecta mi humilde lanza de niño huérfano empieza a reclamar su dosis de caricias y mis manos se tienen que aferrar con fuerza a los brazos de la silla para mantenerme allí anclado.   Martha la bella me mira de pasada y en su mirada hay un torrente de compasión que me circunda como en una ventisca, que quiere como a una brizna de yerba seca levantarme y sacudirme débil e inerte por el aire para después arrojarme allá lejos, donde las cosas inútiles se pierden de vista;  y yo aferrado a mi silla soporto el chaparrón que me acomete feroz, como en medio de un violento tornado. estoy solo, anclado firmemente a mi sillón, con mi pequeña lanza en ristre y con esta maldita corbata que me asfixia como el pulpo que con sus extremidades viscosas y sus chupas poderosas abraza a su víctima y le extrae sus jugos para luego soltarla inerte y escuálida.    Esta puta corbata me ahoga   -es como si su presión aumentara-  este remolino me ahoga y me ultraja;  los ojos de Martha me queman con miradas que se me antojan lastimeras;  y los labios  -vaginales, húmedos y carnosos-  de Judith me excitan.  El pobre macho que hay en mí se encabrita y cuando decide levantarse y dar la pelea, presentar la lucha de coses y dentelladas  -un segundo antes-   mira el ataúd donde reposa Papá;  mira el escenario absurdo de velas encendidas, tapetes purpúreos y ramos de flores gigantescos, arreglado como para una ceremonia de coronación;  mira además el desfile de seres vacíos y ceremoniales que esputan sus babosadas y estupideces y concluye con la lógica asertiva con que Papá lo hubiera hecho:  “Déjalo así, no ves que es idiota”.  Es idiota todo esto, soy idiota aquí sentado excitado por una dama otoñal y agredido por su hija, su escudera fiel;  es una idiotez todo esto de encerrar el cuerpo del finado en un cajón de madera y exhibirlo en una sala arreglada como para la coronación de un soberano.   Es tremendamente absurdo, por idiota,  el comportamiento de las gentes de fingir una pena y posar de piadosos ante una carroña;  y más absurdo y más idiota es para sus dolientes fingir que se creen esa sarta de estupideces; es idiota como simulan que olvidaron sus diferencias,  como por arte de magia en un chasquear de dedos el finado es buenísimo;  el hijo de puta que hasta ayer lo acosó, lo persiguió y lo perjudicó, lo extraña y lo que es peor aún, lamenta su ausencia.  Es idiota, es absurdo y falaz que por el hecho de morir todo cambie de manera tan radical.  Soy idiota, soy un pobre e hijo de puta idiota que perdió sus esperanzas;  soy un pobre hijo de puta que no puede resucitar a su papá que con gesto adusto ocupa su lugar en el cajón en el que viajará al profundo, frío y oscuro cráter del más allá.


sábado, 19 de mayo de 2012

LA PROFESIA


No.  1.         L A       M U E R T E .

¡¡ Mario, Mario !!   Con voz sonora y clara, la señora desde la cocina llama reiteradamente a su hijo, después de sentirlo salir del baño hace apenas un momento.  El hombre está sentado en el bordo de la cama anudando el segundo de sus zapatos, pues el primero ya está listo, cuando escucha nítida y fuerte la llamada de su madre.   Suspendió lo que estaba haciendo y se puso en pie, cerrando simultáneamente el cinturón ancho de cuero, que con una gran hebilla de herraje niquelado le sirve para mantener firmes sus pantalones vaqueros;  cuando le llegó por segunda vez la voz firme de su madre, llamándolo de nuevo:  ¡¡Mario,  Mario!!   -Esta vez la señora, ante la ausencia de respuesta de su hijo, sale de la cocina y se dirige al cuarto-.    Mario es un hombre robusto, de gran estatura y a pesar de su juventud es tímido y enfermizo, supremamente nervioso, últimamente acusa una mayor afectación de su nerviosismo recurrente y ha llegado hasta lo que su madre considera extremos:   La ha enviado al médico a que le ordenen exámenes y le evalúen su estado general de salud acusando una preocupación fuera de lo acostumbrado e inclusive velando su sueño y arrimando el oído cuando creé que está dormida, a escuchar su respiración;  situación que se ha limitado a explicar lacónicamente con la breve disculpa de no querer que a su vieja le suceda nada que él pueda evitar.    El hombre,  -presa del pánico-   sale corriendo del cuarto y al hacer el giro ante la puerta que da al amplio corredor de la casa tropieza con la señora, que al no obtener respuestas en sus reiterados llamados decidió venir por sí misma a investigar que pasa con su hijo.   El tremendo impacto de la colisión los arroja en sentido contrario, simultáneamente a cada uno:  El cae de espaldas contra la hoja de lámina de la puerta del cuarto y termina sentado en el suelo del umbral y desde esa posición mira como su madre cae de espaldas cuan larga es, descargando todo el peso de su cuerpo                        -acelerado por la fuerza que le imprime el voluminoso cuerpo de su hijo al impactarla-  contra su cabeza, que estalla contra el piso como un fruto maduro al desprenderse de una rama y reventar contra el suelo.   Rápidamente Mario reacciona y se abalanza sobre ella mientras grita repetidamente :  Mamá, Mamá!!  Pero ya su madre no lo escucha, tendida en el suelo, inmóvil, poco a poco a su alrededor se forma un charco de sangre de un tono rojo intenso, casi negro, que entrapa las manos de Mario al levantarla por el cuello y acercarla a su pecho mientras la llama sollozando:  Mamá, mamá, dime algo;  háblame por favor mamá…..!!
En un momento la casa se llena de gente, vecinos que al escuchar los gritos y llamados de Mario acuden con el ánimo de ayudar;  desprenden al hombre del cuerpo de su madre y le hablan tratando de calmarlo;  le dan a oler servilletas y pañuelos con alcohol y aguas de colonia para tratar de tranquilizarlo.    Con la compañía de una vecina, la señora es conducida en una ambulancia a una clínica cercana, donde a las doce y dos minutos del día siguiente, es declarada oficialmente muerta.

No. 2.     LA   PREMONICION.

Mario Agudelo está sentado hablando con sus dos únicas hermanas en la cafetería de la sala de velación de la funeraria  “Flórez”;  ya está aclarando el día   -amanecieron velando el cadáver de su madre en la compañía de algunos pocos vecinos y amigos-   y a esta hora se encuentran tomando café.   Ya Mario les ha hecho un relato detallado de aquel absurdo accidente que cobró la vida de su madre y ahora les comenta acerca de los antecedentes que lo precedieron, motivado por la curiosidad que despierta en sus hermanas el hecho de que él se abrogue la culpa de lo que sucedió.       Yo me aficioné  -les dice-   a ir a consultas donde brujos y adivinos y todas las clases de mentalistas, ocultistas y charlatanes que existen, después de que me sucedieran algunas cosas extrañas.   A mi un hombre  me predijo con exactitud tremenda lo que me sucedió en el inmediato futuro.   -Pero Mario, le interrumpe una de sus hermanas-    Cómo es posible que tu creas que tienes la culpa de la muerte de mamá?   A lo que la otra hermana agrega:    Por que tu crees eso y que es lo que te hace sentir tan mal ?     Explícanos eso por favor,  pues siempre fuiste su protector, su apoyo y cuidabas de ella con un celo, diría yo exagerado.     Sus dos hermanas son dos señoras mayores que él, por razón de sus matrimonios respectivos viven distantes de allí y distantes entre sí;  prácticamente aprovechaban para entrevistarse las visitas a su madre y claro, ahora su sepelio.   El hombre a manera de respuesta les dice:    Justamente es lo que quiero que sepan, cómo ocurrió todo esto, cómo se precipitaron estos acontecimientos;  es para mí supremamente doloroso repensar esto pero debo hacerlo.     Estaba yo sentado en un asiento múltiple    -de esos de tres sillas de plástico-   en la sala de espera del aeropuerto esperando al doctor Jaramillo, quien había quedado conmigo de ayudarme con una recomendación para un empleo en el hospital local;  cuando a mi lado vino a sentarse un viejo negro, muy elegante y perfumado;  sus zapatos resplandecían de lustrosos y con un maletín ejecutivo y un abrigo doblado en el antebrazo,  me habló con voz grave  -yo diría que ronca-  el viejo me saluda;  Luego se queda mirándome a través de sus anteojos claros, límpidos, enmarcados en carey;  sus ojos de un gris de hielo me recorren por un momento y luego el hombre, con su vozarrón ronco me pregunta:   ¿Tiene usted una cita con alguien aquí?  ….Yo, entre molesto y sorprendido por lo que consideré un atrevimiento le contesté que no;  y le expliqué que me limitaba a esperar el arribo de un amigo y que para mí era de mucha importancia entrevistarme con él, por eso lo esperaba y le agregué que quería lograrlo allí sólo, pues si lo dejaba llegar a la ciudad ya me sería muy difícil entrevistarlo.    –Usted pierde su tiempo-    Me respondió el viejo si dejar de observarme.   ¿Cómo?    -Le preguntó yo-    Y el hombre se despacha con la siguiente respuesta, que vino a cambiar mi vida y que jamás olvidaré:   “Mientras usted está aquí esperando al que no vendrá, se perderá de atender a alguien que lo buscará hoy, después de medio día en su casa y que lo llevará directamente a un empleo que será para toda la vida.    –Y remató-    Si no se marcha de inmediato no alcanzará esa cita con su destino”     Y dando por terminada la charla me dio un ligero golpecito en el hombro a manera de despedida y se levantó a perderse entre la gente.   Quedé lelo, quedé estupefacto viendo como avanzaba alejándose y de pronto se paró, giró sobre sus pies y me miró como si me recriminara;  para luego continuar su marcha;   yo me levanté de la silla y salí rápidamente de ahí.    –El hombre hace una pausa, toma un sorbo y carraspea su garganta, para luego continuar su relato-       El bus me dejó frente al colegio Mayor, allí recogí mi bicicleta y tomé para mi casa.   Recuerdo como si fuera hoy   -con absoluta claridad-    que en ese momento sonó la sirena de los Bomberos, que rutinariamente suena justo a las doce del día;  cumpliendo con una costumbre tal vez muy antigua y que a mí, personalmente me parece absurda, de sonar a esa hora, siempre, fastidiando a los que tenemos el dudoso privilegio de habitar en su cercanía.   Entré a la casa, y mamá, como si me viera llegar o como si me hubiera estado esperando, me dijo que fuera rapidito a la tienda y le trajera algo   -no recuerdo qué-    caminé hasta la esquina y allí    -en la tienda-   estaba don Pedro Ruíz, quien fuera el entrenador del equipo de fútbol en el que había jugado hasta el año anterior;   estando jugando con él fue que me lesioné y tuve que dejarlo.   El hombre me saluda de mano  y me dice:  “Mario, que bueno que te veo, ando en tu búsqueda”   ¿qué estás haciendo?   Nada don Pedro    -le respondo-   no he podido conseguir trabajo.    “Tomá esta tarjeta   -me dice el señor, extendiéndome su mano para alcanzarme una tarjetica de cartón de presentación personal-    aparecete mañana a las ocho en el Juzgado noveno municipal, bien presentado, para que entrés a trabajar que ya todo está arreglado”.      Gracias don Pedro, yo creía que usted ya no se acordaría de mí.  –Le dije-    Y él me contestó:   “No mijo, después de la lección que lo sacó del fútbol y conociendo la calidad de persona que es usted yo no lo abandonaría.   De todas maneras pase por el club para que hablemos o por lo menos llámeme y me cuenta cómo es que le acaba de ir”.    Nos dimos nuevamente la mano para despedirnos y se fue.   

De eso hace ya diez años    -que es lo que llevo trabajando en el juzgado-    desde entonces mi preocupación principal siempre ha sido volver a ver al viejo del aeropuerto, en todas partes donde voy o estoy, lo busco;  me quedó una fijación mental  con él;  averiguándolo he ido a dar donde toda clase de brujas y pitonisas, adivinos y charlatanes de todas las pelambres;  con decirles que me he vuelto un experto en el tema y sé con muy poco margen de error quien es acertado y quien no.  Bueno, bueno…. Pero que pasó con lo del accidente    -pregunta, interrumpiendo una de sus hermanas-    Justo a eso voy   -responde Mario-   hace hoy precisamente un mes que con un grupo de compañeros de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Isidro   -donde estoy a punto de graduarme-    fuimos al aeropuerto a despedir a una pareja de amigos que partían a su luna de miel;  y estando en aquella misma sala    -como hace ya diez años-   el mismo viejo que tanto y tan tenazmente busqué se sienta a mi lado, me palmotea la espalda como si fuéramos viejos amigos  y me dice:   “Hijo, en un mes, a partir de hoy;  tu madre morirá”    -Cómo es eso, no, no me lo diga…que hago…?   Cómo que morirá…. No, no puede ser-     Yo todo aterrado me cogía la cabeza y manoteaba ante el viejo, que sólo atinaba a mirarme con sus ojos grises, de hielo;  de repente se levanta del asiento y empieza a alejarse mezclándose entre la multitud de gentes que a esa hora abarrotaban el corredor que intercomunica las salas de espera del aeropuerto.   Yo prácticamente corría a su lado gimoteando cuando un Policía me hace detener, me observa como si buscara algo en mí;  luego me arrastra hacia un rincón y procede a requisarme y a pasar revista de mis documentos;  cuando le exijo que me explique por qué me molesta me responde que en ese lugar no es normal que una persona corra y grite y que eso me hace sospechoso de algo y que además me conducirá a un lugar dónde requisarme más exhaustivamente;   todos mis compañeros nos rodean y explican con grandes voces que somos del mismo bando   -el bando de la justicia-   y además le cuentan detalladamente que estamos haciendo allí.    Finalmente el tipo me deja en paz, después de exigirme que le explique por que corría y de ofrecerle una disculpa y cuando le doy la explicación del asunto se limita a sonreír y a decirme con algo de sorna:  “Aquí se pasean muchos fantasmas;  no es el primero que da ese tipo de versiones.   –Y agrega-   A veces creo que muchas de las personas que uno ve aquí no son reales”   Yo, en mi defensa digo que el tipo me tocó en el hombro a manera de saludo;  pero el policía se limita a despedirse cortésmente y me deja hablando solo.

jueves, 10 de mayo de 2012

EL PERFUME DE PARIS

Con el pequeño estuche en sus manos le dio vuelta por enésima ocasión buscando una marquilla de fabricante o de importador que lo delatara como comprado aquí, sin lograr hallarla.  La cajita del frasco, de un cartón duro,  decorado en un fondo crema mateado, con visos azulados que en espirales se desplazan hasta grises cremosos y terminan desvaneciéndose, por sí misma era un hermoso artículo de regalo.  El pequeño frasco de linimento o jarabe que fungía como perfume, era a su vez hermoso:  De un vidrio amatista oscuro y frío;  rematado por un hermoso sombrero de ala corta de estilo gardeliano que servía como tapa y a la vez, dejaba muy en claro su feminidad, pues tenía al contacto con su entorno ese gusto de las protuberancias curvadas y deliciosas de los delicados cuerpos femeninos.

Comprobado hasta la saciedad que ni en el estuche ni en el frasco existían indicios de que fuera un producto nacional, canceló su importe al vendedor;  un joven gracioso y amanerado que acentuaba sus palabras con fingida delicadeza y que al sonreír exhibía dos finos hoyuelos en sus mejillas;  recordándole un rostro familiar que de momento no acertaba saber a quien pertenecía.   Se dirigió al sótano del centro comercial a buscar el auto de su amigo chucho, que lo fue a recoger al aeropuerto y que antes de regresarlo a su casa, lo trajo hasta aquí.  Con mano diestra depositó en un pequeño bolsillo del maletín de mano El Perfume de Paris y dijo en voz alta:  Ahora si Chucho, a la casita!

Había estado ausente  -en Francia-  por tres largos meses y ahora regresaba.   Tenía nostalgia de todo:  De su casa, de su familia, de su ciudad y en la prisa y la emoción del regreso olvidó que su pequeña lo único que le pedía era un auténtico perfume Frances. Eso era todo lo que María le pedía cuando charlaban en las noches  -él desde la cabina de un locutorio público y ella, desde la tibieza de su cama-   se decían incasablemente cuanto se extrañaban, se repetían cuanto se querían  -a pesar de la distancia-  Se expresaban como sus pieles tibias deseaban el reencuentro y sus bocas y sus manos anhelantes se buscaban en la fría soledad de la distancia.   Por eso casi enloquece de preocupación cuando ya instalado en el asiento que le correspondió en el avión cayó en la cuenta de que no traía consigo el perfume de parís,  que era lo único que su pequeña Ma. le pedía. 
 Su monita deliciosa, la mejor boca del mundo, el cuerpo más delicioso de todos los cuerpos que él en toda su vida había poseído;  Aquella boca en la que muchas veces quiso, frenético, fundirse para amalgamarse en el calor de la pasión y derretirse como chocolate delicioso formando un solo cuerpo.       Ma.  Era una riquísima circunstancia en su vida, lo llenaba de placer, de felicidad y además era discreta, decente, hermosa y lo mejor:  No interfería para nada en su vida,  ni siquiera sabía como se llamaban su esposa o sus hijos;  es más, no sabía ni siquiera su lugar de residencia.  Nunca se negaba  a sus requerimientos:  Con sólo pulsar un teléfono estaba disponible.  No se negaba a sus encuentros, jamás una escusa, un:  “Hoy no se puede”.  Esa chica preciosa que para nada lo molestaba, que nada le negaba, que nada le pedía y que todo se lo daba sin una sola reserva, sin el más mínimo asomo de egoísmo, sin la más pequeña contradicción que revelara una queja o un disgusto.
   
Desde que se conocieron en un baile de despedida de año, en un club de mucho caché de la ciudad, un día intermedio de diciembre, cuando su mujer estaba aún de dieta de su niño menor;  se habían vuelto inseparables;  fue amor a primera vista.   La primera comunicación entre ellos, el primer mensaje personal no pudo ser  mas directo:  Fue simplemente el encuentro de sus miradas; ella pensó:  “Por qué sólo veo a este hombre, tan distinto de los demás”.  Y él, con su mirada anclada en los ojillos de ella, como respondiendo a su interrogante a manera de disculpa parecía decir:  “Porque yo solo te veo a ti”  y entre ambos,  cantidades de gentes invitados a la fiesta, danzando, parloteando, riendo felices; ajenos a aquel sentimiento que temeroso vino a anidarse en el tibio pecho de la pequeña María para allí hacer su fortaleza para siempre.

Aquella monita flacucha y menuda, de rostro ovalado y naricita respingona, de pecho altivo y voz deliciosamente modulada;  excelente bailarina y gran conversadora;  lo mejor que tenía era esa sonrisa leve, inocentona, ante cuya aparición se acentuaban de inmediato dos leves hoyuelos en sus mejillas para darle un marco encantador a su mirada límpida, desprovista de malicia, sosegada y refrescante.  Fue amor a primera vista:  Ella sintió una oleada de calor encender su piel y recorrer su cuerpo hasta llegar a su cara y tuvo el impulso repentino de huir de allí, asustada quiso desaparecer ante el peso inmenso de una atracción tan plena y repentina.   Rápidamente vio desplazarse ante los ojos de su intuición las consecuencias de ese maravilloso amor que brotó repentino en su corazón;  pensó en la pasión, la entrega, la culpa;  el inmenso fardo del arrepentimiento;  en ese momento sintió en sus hombros la leve y dulce presión de unas manos varoniles, fuertes y suaves y como en una oración, una voz tierna y dulce, aunque firme y acertiva le dijo:  “Por favor no te vayas.   Quédate conmigo un rato más, por favor”   Se miraron con dulzura.  Alto y robusto, la rodeó con sus dulces brazos y con la mirada la penetró hasta el fondo mismo de su corazón, donde habitó para ya nunca más salir.
Desde ese momento se hicieron inseparables.  Ella no pensaba en el tiempo, los minutos, las horas, simplemente no le corrían;  ella vivía con él, para él;  a partir de esa noche sin tiempo, un remolino embriagador  la arrojaba lejos de toda conciencia.  Solían encontrarse después de las cinco de la tarde y pasar tres o cuatro horas entregados al más dulce y feliz de los encuentros:  La recogía en el auto, al salir del parqueadero y se alejaban de la ciudad, conduciendo sin prisa, escuchando música deliciosa, dejando rodar lentamente chorros de cerveza helada entre sorbos y palabras dulces, apretones de manos y caricias leves;  para finalmente recalar en la lujosa alcoba de un buen lugar, discreto y encantador;  entregar sus cuerpos anhelantes a las delicias del amor;   para luego, en una ceremonial despedida, con un hasta mañana amor, me llamas y me cuentas que tal dormiste, separarse.   Amó para siempre el contorno del cuerpo de su hombre, se ató a él;  esbelto pero fuerte, proporcionado y apasionado, discreto y  salvaje;  como si el cuerpo de ese hombre fuera un espejo en el que se reflejara la dualidad de animal y de deidad que nos habita. 
Que rutina más deliciosa soñar despiertos, el uno con el otro, repasar de día una y otra vez las delicias de los encuentros de las noches anteriores.  Que ricura ir en otro plan, con la familia por un centro comercial y ver en una vidriera una exhibición de cosas hermosas y desearlas para ella y regresar después, solo, comprarlas y en el próximo encuentro vespertino obsequiarla:   Aretes, blusas, pulseras, bolsos y cantidad de cosas más que ella compensaba con caricias tiernas y felices.  “Qué quieres amor?  dime que deseas, pídeme lo que quieras……   Y ella en respuesta susurrarle al oído con su dulce voz:  Te quiero a ti….. no pido nada más.

Al llegar a aeropuerto su amigo chucho lo esperaba;  dos maletas con detalles para su casa, para su madre y sus hermanas, para la gente de la oficina;  aún, hasta para el mismísimo chucho y el portero;  para todos los conocidos, allegados y amigos, un regalito;  todos, todos serían obsequiados con algo;  todos menos María, pues el perfume de París, lo único que pidió alguna vez;  lo único que anheló;  lo único que quiso para sí…….ella que todo lo dio desinteresada y desaforadamente tuvo que ser comprado en un “San Andresito” pues sólo recordó ese detalle en el avión.

Aquella noche, al regresar Ma. de su trabajo a casa se encuentra con que su hermano Pablo la espera;  aunque viven juntos, es poco lo que se ven pues él en ocasiones llega muy tarde en la noche, o simplemente no amanece en casa;  pero hoy está allí, la espera ansioso por contarle  -a manera de chisme-   que el doctor, su amigo, estuvo en la perfumería y compró un frasco de perfume chiviado al que revisó con inusual meticulosidad y claro, Pablo aprovechó para clavárselo bien caro; confesó.   María escucha ese relato sintiendo como el estómago se le llena de espuma;  sonriendo con dulzura no acierta a decir nada,  se refugia en el baño.   Mientras cepilla cuidadosamente sus dientes el raudal de lágrimas desciende tibiamente por sus mejillas.   Siente como en su interior, en lo profundo de su intimidad de mujer algo se rompe bruscamente;  como al rasgarse una tela.   Mientras Pablo remata su relato diciéndola como el hombre revisó el empaque, revisó el frasco, una y otra vez;  como buscando algo especial;  sin siquiera darse cuenta que el perfumista que lo atendió era su hermano.   Y aclara que en su autorizada opinión:   “El hombre es muy guapo, muy guapo hermanita;  de razón te trae tan reloca”  y agrega con sorna:  “Con un bombón así,  yo también me enloquecería”  y ríe sonoramente como si disfrutara un buen chiste.





viernes, 4 de mayo de 2012

El Mayor de los Delitos


                          
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El hombre paseo largamente su mirada sobre la textura  -obviamente nueva-   de la pared brillante, esmaltada en un estuco que quien sabe de qué manera, el que lo aplicó, logró dejarlo dando visos irisados, como si estuviera escarchado con pequeñísimos espejuelos luminosos.     Repasó nuevamente con la mirada el fondo plano y claro de la amplia pared solo interrumpido por el par de columnatas que adornadas con un sobrio semi-arco en yeso    -prefabricado-   orlaba la parte superior del portón de acceso a la que otrora fuera su casa, su vivienda, y que hoy   -ya ajena-   sólo podía limitarse a contemplar con un cierto dejo de timidez y aún de nostalgia, pues fue su casa.   En sus amplios corredores jugó futbolito con sus hermanos   -Jairo y Jaime-   Y en su inmenso patio   -aunque enmalezado-   sus hermanas jugando a ser mujeres, hicieron sus primeros platos;   en aquellas comitivas festivas de la infancia, en las que bautizaban muñecas y mascotas;  celebraban bodas, cumpleaños y grados imaginarios y desde luego, fueron esposos, padres, policías y hasta rehenes o convictos;   en esas deliciosas tardes de sol vallecaucano ardiente y brillante, refrescadas por siropes y agüalulos o masatos con que Empera   -la madre-   los bombardeaba.

De golpe se le vienen a la memoria las agua-de-panela con limoncillo   -para el estómago-   o con pronto-alivio, para el catarro;  o con paico, para las lombrices y parásitos.   Las aguas calientes, para limpiar pequeños cortes y arañazos en brazos y piernas.  También rememora los emplastos para tumefacciones, que los viejos en su jerga caprichosa y anticuada solían llamar descomposturas;  un codo o un pie luxado, según Gilberto   -su papá-  estaba descompuesto;  y a pesar de ser su papá y su tocayo de una sola vez, eso no impedía que con “mierda de gato”  le sobara el músculo luxado en medio de sus gritos de dolor y pánico, ante ese paliativo.    Hoy, Tico   -como todos lo llamaban-    ya viejo, al contemplar  la que fuera su casa, vuelve a vivir aquellas emociones y dolores, aquellas dichas, penas y alegrías y vuelve a escuchar la risa hermosa de Dorita, su hermanita más chica;  que era como una dulce melodía rica y suave al oído.   Por un momento vuelve a sentir en su tobillo la presión de las manos ásperas del viejo Gilberto, que embadurnadas de yodosilato, recorren su piel haciendo una tremenda presión en cortos recorridos hacia arriba   -por que los sobanderos solían decir que hacia abajo la sobajina se pasmaba-   Luego con un pañal,   -heredado o hurtado de la cuna del bebé más pequeño de la familia-   le envolvía el pie fuertemente apretado y pare de contar;  mañana otra vez la tortura.   Seguramente la luxación se curaba más rápido por el terror a aquellas sobas tremendas, más que por la efectividad del remedio.

Mira a su alrededor con mal disimulada tristeza, tratando de posar su mirada en alguna cara conocida, sin lograrlo.   Las gentes del vecindario que van o vienen   -pasan a su lado-   con tal ignorancia de aquel individuo, que es como si no estuviera allí;  nadie tiene un gesto amable o una palabra de cortesía con este nuevo transeúnte de la carrera cincuenta y seis;  es como si no existiera.   Camina lento sobre la acera contraria a su casa y de pronto se fija en el número   -que en hermosos herrajes niquelados en dorado-   identifica su antigua vivienda.   Aquel 19-32 de la carrera 56 de siempre, también está irreconocible;  el que antes estuviera gravado en una lámina de hoja-lata bordeada con pintura ha sido reemplazado por este ostentoso dorado, en hermosos arabescos artísticos y lujosamente pulido.
   
Finalmente el hombre se aleja por sobre la avenida, sin prisa camina hacia lo que antes fuera una amplia galería en aquella comunidad del norte de la ciudad y que hoy está transformada en una gran plazoleta ajardinada, dotada de centros comerciales y de diferentes y arrogantes edificios de hoteles y de viviendas de esas que hoy llaman multifamiliares y que Gilberto no acierta a comprender por qué. 

Por un momento se dedica a mirar las callecitas peatonales y los juegos en las zonas verdes, contenido por barreras de láminas metálicas, combinadas con mallas de grandes ojos y por franjas de zona verde con materas gigantescas y esporádicos módulos con teléfonos públicos y cestos para arrojar basuras.   Entonces tiene una pequeña medida de lo que es el paso del tiempo a la vida del hombre:  Inexorable, inmodificable, incontenible.    Gilberto reflexiona:  ¿Cómo tras treinta años de reclusión, la vida en la ciudad se transformó de tal manera?     El cura   -un convicto al que llamaban así por su cara de puritano y por que era muy estudiado-   solía decir que el tiempo no existía, que las cosas eran sencillamente como cada uno quisiera verlas y que la vida era en realidad una circunstancia metafísica;  que el reloj y el calendario eran en abstracto, los barrotes de esa gigantesca cárcel en que el hombre está contenido y que para nada podíamos siquiera pensar en salir de allí y realizarnos o vivir lo que otros tantos   -que dizque saben-   llaman nuestras vidas;   “somos   -remataba-    como veletas agitadas al viento derivando al capricho de las circunstancias”.

Deambulando por ahí, desemboca en una pequeña placita al interior de un centro comercial, adornada con una pequeña fuente luminosa en la que se ilumina la penumbra con rayos de luces de colores entre sonoros y refrescantes chorros de agua, que salen despedidos hacia arriba, desde unos surtidores, que disimulados en pétalos de flores acrílicas coloreadas vivamente le dan al conjunto, el aspecto de una gran maceta.   Curioso el hombre se acerca a mirar, apoyado en una barrera de láminas de aluminio plano, atornilladas sobre ángulos de hierro empotrados en pequeños muros de grano pulido;  fija su mirada en una plaqueta que dice, en letras suficientemente grandes para que el hombre alcance a leerlas:  “Hecho en Medellín” y que debajo de este texto, en letras más pequeñas, debe decir cosas tales como nombres, direcciones, etc;  que el viejo no alcanza a leer.   Justamente al frente, al otro lado de la fuente hay una agencia de apuestas, a la que el viejo entra y se entera que por ser viernes, juega la lotería de Medellín  -entre otras-   lo que le parece en extremo casual, después de haber leído ese nombre en la plaqueta de la fuente;  entonces decide hacer el número de la puerta de la que fuera su casa, en pleno, con dicha lotería y luego se marcha, hacia el lugar donde pasará la noche   -un hotelucho popular del centro de la ciudad-   donde piensa pasar unos días, mientras encuentra una pieza, donde habitar permanentemente y dedicarse a trabajar lo que sabe, lo único que le dejó aquella larga estancia en la penitenciaría:  Tallar madera.

Ahora camina un poco más rápido pues ya a caído la noche y antes de recogerse en el cuarto del modesto hotel, arriba a un asadero cercano a comer algo;  allí tropieza con un lotero, un hombre ya mayor que le ofrece el último billete que le queda de la lotería de Medellín y que para su sorpresa, es aquel 1932, de la serie 56;  pasmado por tal sorpresa lo compra y luego de consumir su humilde cena se retira.   En la habitación, en un pequeño transistor que hace ya mucho tiempo lo acompaña, escucha el sorteo de la lotería y el número del premio mayor y de su serie coinciden exactamente con los números que él tienen en su billete.

Un poco más allá de las nueve de la mañana del siguiente día, Gilberto sale de la agencia de chance con cerca de 20 millones en su bolsa de lona y con el corazón a mil;  sabe que tiene el billete de la lotería premiado con 500 millones, bien encaletado;  pero no sabe que hará con él.    Lo primero que se le ocurre es entrar a un restaurante distinguido, a meterse un buen desayuno, de esos de los tiempos idos;  un desayuno de hígado encebollado, tasa de chocolate espumeante y tajada de queso;  como cuando era libre y joven y ganaba plata y tomaba trago y tenía amigas que le abrían las puertas y las piernas.   Antes de caer en desgracia;   antes de la triste circunstancia de apoderarse de una maleta ajena    -en un bus- en la que se transportaba un arma con la que   -según dijeron-  él había matado a unas personas y no pudo demostrar lo contrario.   ¿Cómo iba a hacerlo si no tenía con que pagar un abogado?    ¿Cómo el doctor que le nombraron de oficio iba a hacerlo si nunca tenía tiempo para él?   “Acepte esos cargos, asuma su responsabilidad y saldrá rápidamente de  esto”  le decía.   Pero él no podía ser tan güevón de aceptar lo inaceptable;   él no podía ser tan pendejo de convertirse en un asesino por el capricho de un doctor que ni siquiera sabía la verdad de los hechos, pues cada que Gilberto se los quiso narrar, siempre se escudaba en la prisa y lo dejaba con el relato entre la boca, a medias.   

Finalmente lo condenaron a 30 años a la sombra;  y en la apelación    -el abogado fue lo mismo de negligente-   la sentencia   fue confirmada.     Como un espejismo pasan por su memoria aquellos 30 años de su vida, y como decía “el cura” :  “Eso fue ayer,  no los sintió”.     El tiempo no existe, no se puede tocar, sólo deja una huella apenas perceptible en la piel y una pequeña reseña en la memoria:   La piel se arruga y se hace mustia y la memoria se recrea añorando el pasado, pero no más.

El nuevo rico que es ahora Gilberto   -todos los días-   ante el espejo reclama   -se reclama-   ese instante de su vida, es momentito de vida que le robaron, esos 30 años de goce, de calle, de familia que se le fueron entre aquella maldita maleta que en mala hora tomó en el bus.  Esos 30 años perdidos de tener familia, de asistir a los bautizos de sobrinos   -seguramente los tendrá-   de haber llevado sus hijitos   -si los tuviera-   de la mano a la escuela.   Esos 30 años sin paseos de olla al río;  sin tardes de futbolito con los amigotes y remates cerveceros;  sin novias, sin montar en carro o en esos chécheres que ahora llaman motos y que él no logra descubrir entre los pliegues de la memoria.
Treinta años por pobre   -su único delito-   treinta años por no tener con que pagar un maldito abogado que hablara en esos términos técnicos lo que él decía en sus palabras, en la jerga urbana del hombre de la calle:   “Yo no disparé”   “Yo no sabía que había allí”  “Tomé la maleta y salí con ella ignorando su contenido”   Pero no, el juez no habla ni entiende el lenguaje de los pobres diablos;  sólo escucha y comprende el lenguaje técnico de los abogados y eso le costó permanecer treinta años en un corral;  por qué?    ¿Por ladrón?   ¿Por asesino?  -No, peor que eso-   “Por pobre”.    Por que como decía el cura :  “Ser pobre   -en este país-   es el peor, el mayor y el más duramente castigado de los delitos.

Dolor de Ausencia


 Dedicado a mi hijo Camilo, ante la pena por su                                                                                                                  
                        Ausencia y con la esperanza por su regreso.

                                                                                Pedro Luís Gallego, serio y grave inhala el humo de su cigarrillo mientras conversa y saborea su café, en torno a una mesa con otros amigos  -viejos como él-  que parlotean igual;  son de los que creen que el buen café debe saber como huele y además, que debe ser elaborado en máquinas de vapor y no en viejas talegas de lona a la usanza domestica.   Se encuentran reunidos   --como siempre-   en un cafetín del centro de la ciudad donde se dan cita gran cantidad de otros señores como ellos, ya mayores;  visto desde la distancia, el cafetín debe asemejarse a una pequeña plaza de mercado en la que todos   -al tiempo-   hablan, gesticulan, ríen, alegan y hacen bromas;  cubiertos por esa niebla artificiosa del humo de los cigarrillos;  departen ante las mesas de los diferentes juegos:  De cartas, tableros de parqués y dominós;   y al fondo, unas pocas mesas de pool y de carambola libre    -viejas y mal cuidadas, como sus asiduos usuarios-   cierran el conjunto.

Yo no he podido comprender, ni siquiera descubrir que fue lo que le hice a ese porquería, para que me abandonara de tal manera   -Dice Pedro Luís-    Era tan bueno, era tan queridito.   –Continúa-   Con su mamá y sus hermanitas era supremamente especial.   Con ella salían tomados de las manos, como si fueran novios   -y remeda con gestos su narración-  en medio de los detalles más dulces y delicados.   Era una maravilla ese hijo.  Se que despertaba la admiración, y quizás la envidia del vecindario.   –Hace una pausa para absorber de su cigarrillo y saborear el tinto en una jícara de cerámica porcelanizada y adornada con motivos floreados-   y retoma el tema:   Conmigo era más serio, no ocultaba que para nada estaba de acuerdo con mis maneras y que definitivamente yo no era alguien con quien emular, ni a quien imitar.   

Frecuentemente chocábamos,  pero yo entendía esos roces como normales dentro de una relación de padre-hijo.  Para él yo era un viejo cansón y hasta llegué a saber que en ocasiones  quiso tomarse alguna libertades;  lo que desde luego no le permití, dejándole muy en claro quien era el gallo que allí cantaba.   –Pedro Luís toma un sorbo, aspira el humo e inclina un poco su sombrero de paño negro, viejo pero muy bien cuidado y cepillado con esmero-  y vuelve al tema:   Nuestra relación se afectó y sufrió un cambio que poco a poco se hizo evidente:   Me trataba poco; con respeto sí, pero sin meloseria y prácticamente no me involucraba en sus planes.   Con su madre y sus dos hermanitas siguió siendo el mismo meloso y cismático de siempre, hasta que se consiguió una novia.    Era una bella niña rubia, grande y bonita, tenía una mirada tan dulce que a mi me parecía la mirada inocente de un corderito.         –Aunque yo no conozco los corderos más que por referencias en cines o en textos, eso era lo que me hacía pensar al contemplarla-  Y continúa:  Obviamente la mamá de él se sintió muy tocada con este acontecimiento, ese noviazgo la afectó muchísimo.  Era tan notorio su malestar que yo mismo, en algunas ocasiones le hice el comentario que parecía una celosa, que exageraba los defectos que creía hallarle a esa niña y en general, que lo más sano y lo mejor que le puede ocurrir a uno, a los veinte, es tropezar con el amor contenido en un hermoso cuerpo como el de ella, sólo para uno descubrirlo, degustarlo y disfrutarlo.   Los dos años de aquel noviazgo, fueron para la madre de mi único hijo varón una tortura larga y tenaz;  se que urdía la manera de despegar a su chico de aquellos brazos deliciosos y tiernos;  hasta que el hombre la encaró:  ¡¡Mamá!!  -Dizque le dijo-  me voy a vivir con Chavita,    así se llama mi nuera; nos vamos a Bogotá a trabajar y a estudiar,  allí vive gran parte de su familia y nos apoyarán; no nos casaremos   -pues no creemos en la santa institución-  pero vamos a fundar una familia y por favor no llores que no voy a morir;  no me jodas ni me cantaleties que ya no soy un chiquito;  así pues que hasta aquí llegamos, adios.    –Ella me lo dijo bañada en llanto esa misma noche-   Pedro:   “Betico”   -Alberto Gallego se llama mi hijo, pero su mamá, empeñada en no dejarlo crecer, aún lo llama “Betico”-   se fue de casa,  dice que fundará una familia con esa porquería, como si no hubieran más.    –Y llore-    Más que una despedida fue un regaño por el delito de quererlo tanto;  remató.    -Y dale a la chilladera-    Tu sabes que es lo que más me duele Pedro?    -No mijita, no lo sé.   Le respondí-    Pues no haber podido entrar al templo de su brazo, a entregarlo como dios manda; ante la mirada de nuestras amistades y de toda la sociedad   -como debe ser-   ¡¡Ante los ojos del Señor!!.   Y continuaba llorando y llorando.  Hubo que buscar ayuda profesional, hubo que consultar con el especialista para estos casos;  hubo que darle un paseo   -el agua de mar como que es sanadora, como que lo cura todo-   se le dio un paseo a la costa, a entretenerla, a divertirla.   Con decirles que hasta me tocó cambiar los muebles y los cuadros y todo;  hasta los tendidos y los manteles;    -Yo no sé si ese hijueputa médico tenía mueblería propia o si era comisionista-   pero me convenció de cambiar todo dizque por  “La salud mental de la señora”.    No faltó sino cambiarle el marido.  Todavía no me repongo de ese tremendo gasto, aún me duele la billetera.   –Hace una breve pausa, enciende el otro y continúa su relato-    Bueno señores, para terminarles les diré que de esto hace ya diez años y mi pobre mujer aún sufre a lágrima viva por ese hijo;  y yo, ni que se los tenga que decir:  A diario me atormenta y me preocupa;  a diario siento ese vacío en mi vida;  y aunque sabemos por otras personas como están y que tienen hijitos y todo, nos hiere que ni siquiera conocemos esos nietecitos ni en fotos.   Para nosotros ese hombre, su mujer y sus hijitos, nunca han tenido ni una mísera postal, ni una infeliz llamada; nada……¡¡no existimos para ellos!!

Después de un breve momento de silenciosa pausa, con sorbida de café e inhalada de humo de cigarrillo, el hombre se destapa con esta confesión:   Cómo será lo que me ha afectado ese asunto, que un día hice una embarrada tremenda;  lo que ahora llaman un oso;  pero eso sí, un oso el verraco de grande.  Cómo les parece que estaba yo muy enviciadito a frecuentar el parque de “La catalina” y había allí una muchachita muy queridita a la que yo cortejaba;  le compraba sus productos   -unos ricos pastelitos de yuca con carne molida-  y siempre que le pagaba, le dejaba las vueltas y le decía bobaditas y le cogía las manitas;  y les confieso   -sin ninguna pena-   que le proponía cositas.   Pero ella, muy viva, tomaba la propinita, sobaba al viejito con dos o tres sonrisitas coquetonas, pero no más de ahí.     -El hombre aclara su garganta con un par de sonoros estornudos a manera de ronquidos-   toma más café y sigue con su tema:   Pues bien, un buen día me estoy deleitando con una delicia de aquellas, cuando veo que por el centro del parque, alrededor del monumento de “La catalina” pasea lentamente Rodolfo Bermeo;  el mismísimo padre de Chavita, mi nuera;  y observo que tras él, caminan tres muchachitos rubios y entonces yo supuse que eran sus nietos, y desde luego los míos.   El del medio al mirar a su alrededor me da la cara y veo en ese chico a mi hijo:  ¡¡Era la misma cara de Alberto cuando chiquito!!   Los mismos bucles de cabello ligeramente ondulados que le sobresalían por las orejitas a manera de patillas y esa misma miradita maliciosa de sus hermosos ojos negros acompañada de su sonrisa tímida, dulce y alegre.    Salté de mi silla y en dos o tres zancadas estuve allí   -abrace aquel niño y lo cubrí de besos-   y le dije en voz alta que yo era su papito, que yo era su abuelito y le decía que lo amaba.   En medio de tanta emoción no me percaté del tremendo escándalo que se formó a mi alrededor, con esos muchachitos llorando y gritando y corriendo a llamar a su mamá.   Una señorona gorda y bonita y muy bien arreglada me halaba de la camisa mientras con voz fuerte me decía que soltara a su niño que le iba a hacer daño;  allí fue como si despertara de una pesadilla y ví realmente a aquel chico que yo abrazaba y que en nada se parecía a mi hijo cuando tuvo su edad.    Entonces comprendí que mi imaginación me había jugado una mala pasada, que sufrí un maldito espejismo al ver en ese niño   -tan diferente-   a mi hijo amado, tal cual como cuando era chiquito.  Que cosa tremenda, disculpas y explicaciones van y vienen y en medio de semejante agite alguien sugiere que posiblemente yo era un corruptor, o un pederasta, o un sádico robador de chicos y no sé cuantas cosas más;  yo en mi defensa alego que el pendejo se me parece a mi nieto y me sostengo en ello  -a pesar de que ni siquiera lo conozco-  y claro, otras personas que me conocen argumentando toda clase de cosas hablan a mi favor y finalmente el asunto queda zanjado.  Cuando ya la cosa está calmada, en un momento de silencio   -de esos silencios raros que se dan a veces y que la gente suele decir que pasa un ánima-   se oye con toda claridad la voz de la pastelera;  la chica de los pasteles de yuca y carne molida, la dueña de mi corazón y de mis amores, la que en la imaginación me arrulla en las noches;  declara fuerte y claramente :  ¡¡Sí, es un viejo verde, es corrompido y es malo;  a mí me mantiene diciendo cosas  y proponiéndome babosadas;  yo le tengo mucha desconfianza;  deberían de meterlo preso!!   Yo señores, cuando escuché esto quedé perplejo.  Fue como una cascada de silencio que pesó en el ambiente y que luego se llenó con estas palabras que me hirieron y me laceraron de tal manera que me aleje de allí como un maldito perro apaleado:  Con el rabo entre las patas y la mirada clavada contra el piso.  Fue horrendo.  Huí de ahí como si de verdad fuera culpable de algún grave pecado, presuroso y sin volver la vista atrás.  

Cuanto dolor me causó después aquella espinita que clavó en mi corazón la dulce pastelera del alma mía;  y cuanto tiempo perdí después buscando por todas partes a Rodolfo Bermeo, sin verlo y sin que nadie me diera razón de él pues ya hacía muchos años se había marchado con toda la familia para Bogotá.  Cuanto sufrí por ese maldito espejismo que me presentó a mi hijo amado en la personita de aquel chiquito en el parque de “La catalina”;  cuanto sufrí esperando que de pronto se me repitiera  -con el temor de que se me corriera la teja-.    Jamás volví por allí y aún hoy me cuesta mencionar ese malparido parque.

Yo, señores   -continúa diciendo Pedro Luís Gallego, emocionadamente-   aún no he podido asimilar cual fue el mal tan grande que le hicimos a ese hijo para que nos borrara de esa manera de su vida.  Y confieso que a veces me pregunto por qué   -en términos generales-   para los hijos las únicas que tienen sentimientos y merecen ser tratadas con consideración son las madres;  los padres es como si no contáramos.   Como dijo alguien alguna vez:   ¡¡Padre es cualquier hijueputa !!

Se hizo una larga pausa de silencio en la que los viejos se miraron unos a otros con se tipo de mirada interrogante que pareciera decir :  “…..Umm, quien sabe……?”.   Luego de esta pausa  Salomón Ordóñez, un profesor ya retirado; un hombrecillo menudo y gentil, pulcro en sus maneras de vestir y de actuar;  de grandes gafas enmarcadas en carey y con cara de ratoncillo asustadizo tomó la palabra y ceremoniosamente dijo:  ¡¡ Mi querido Galleguito, es que la maternidad se vive, pero a ser padre, hay que aprender!!   Esa es la diferencia.   

Y continuó:   La mujer asume desde el momento de la concepción un rol íntimo y muy personal, que la involucra con una larga y compleja serie de cambios físicos y sicológicos;  dentro de ella se gesta una vida, en su vientre crece una criatura y en su corazón o mejor en su mente o en su alma crece la ilusión.  Me explico?   Mientras en su interior físico gana peso y se desarrolla el bebe, en su interior síquico palpita una ilusión.   Ellas desde el momento mismo de la concepción sueñan con su bebé, le tejen, le hacen sus bobaditas y se van aprontando de toda clase de cosas:  Talcos, cremas y demás cosas para recibirlo en el futuro.    Para el tipo es mas difícil….tenemos   -los hombres-   una herencia de muy lejanos antepasados que prácticamente nos limita a engendrar y no más;  hemos ganado en mucho  culturalmente, para modificar esta conducta;  pero aún hoy, cuando el tipo se entera que la preñó sus primeras reacciones son soslayar su responsabilidad, huir, escurrir el bulto      -gesticula con las manos dramatizando sus palabras-     Por qué creen ustedes señores, que los gobiernos en todas partes han legislado para obligar a los padres a responder?   Por qué los lazos familiares, casi en todas las culturas,   hay que sellarlos con amarras indelebles e indisolubles; con sentencias infranqueables como por ejemplo, esa sentencia absurda de que:  Hasta que la muerte los separe?      -Los mira ampulosamente, como si fueran sus alumnos y esperara algún cuestionamiento o comentario-   luego retoma el tema:   Si observas un poco más profundo descubrirás que mientras la mujer teje el camisoncito y apronta las cosillas para recibir a su futuro bebé, el tipo está urdiendo como es que saldrá del impase;  está maquinando como eludir la responsabilidad;  está muriendo del susto.  ¡¡ Ella sueña ilusionada, él se come las uñas de los nervios!!   Sólo cuando el tipo a reincidido en la paternidad en dos o más veces la asume con tranquilidad, por que las experiencias anteriores lo han formado en el difícil arte de ser padre.    De ejemplos de madres solas criando y llevando a sus hijos de la mano estamos llenos.   Mujeres que por abandono de sus compañeros, o por que enviudaron les toca hacer el doble papel de padre y madre, y se rompen el cuero   -literalmente-   por sus hijos;  dan la pelea.   Así su hijo haya nacido tarado o sea un monstruo más torcido que un ocho, o baboseando como un San bernardo, para ella es su niño;  lo encuentra hermoso y cree en el milagro de que mañana será mejor; no pierde la esperanza y va con ilusión a por ese futuro.   Mientras que  el padre muchas veces no es más que una referencia, o una fotografía añejándose en un álbum;  o un ausente del que nada se sabe y a quien no le importa nada la suerte de ese nuevo ser.   por que como tú mismo dijiste al terminar tu relato:    ¡¡Padre es cualquier hijueputa!!     -Hace una nueva pausa para observar a sus contertulios y luego remata :    Embriagados de soberbia vamos por la vida, inflados  -como el pavo real-  jactándonos de ser inteligentes y creyéndonos los mejores;  pero en la intimidad de nuestro interior   -en la soledad íntima de nuestro ser-    somos un manojo de nervios y temblamos de pánico al confrontarnos con realidades como esa de la vida en desarrollo y nos sentimos estúpidos ante el milagro de la paternidad.  En conclusión no somos nada más que lo que ya tú dijiste.