Dedicado a mi hijo Camilo,
ante la pena por su
Ausencia y con la esperanza por su regreso.
Pedro Luís Gallego, serio y
grave inhala el humo de su cigarrillo mientras conversa y saborea su café, en
torno a una mesa con otros amigos
-viejos como él- que parlotean
igual; son de los que creen que el buen
café debe saber como huele y además, que debe ser elaborado en máquinas de
vapor y no en viejas talegas de lona a la usanza domestica. Se encuentran reunidos --como siempre- en un cafetín del centro de la ciudad donde
se dan cita gran cantidad de otros señores como ellos, ya mayores; visto desde la distancia, el cafetín debe
asemejarse a una pequeña plaza de mercado en la que todos -al tiempo-
hablan, gesticulan, ríen, alegan y hacen bromas; cubiertos por esa niebla artificiosa del humo
de los cigarrillos; departen ante las
mesas de los diferentes juegos: De
cartas, tableros de parqués y dominós; y al fondo, unas pocas mesas de pool y de
carambola libre -viejas y mal cuidadas,
como sus asiduos usuarios- cierran el
conjunto.
Yo no he podido comprender, ni
siquiera descubrir que fue lo que le hice a ese porquería, para que me
abandonara de tal manera -Dice Pedro
Luís- Era tan bueno, era tan
queridito. –Continúa- Con su mamá y sus hermanitas era
supremamente especial. Con ella salían
tomados de las manos, como si fueran novios
-y remeda con gestos su narración-
en medio de los detalles más dulces y delicados. Era una maravilla ese hijo. Se que despertaba la admiración, y quizás la
envidia del vecindario. –Hace una pausa
para absorber de su cigarrillo y saborear el tinto en una jícara de cerámica
porcelanizada y adornada con motivos floreados- y retoma el tema: Conmigo era más serio, no ocultaba que para
nada estaba de acuerdo con mis maneras y que definitivamente yo no era alguien
con quien emular, ni a quien imitar.
Frecuentemente chocábamos, pero yo entendía esos roces como normales
dentro de una relación de padre-hijo.
Para él yo era un viejo cansón y hasta llegué a saber que en ocasiones quiso tomarse alguna libertades; lo que desde luego no le permití, dejándole
muy en claro quien era el gallo que allí cantaba. –Pedro Luís toma un sorbo, aspira el humo e
inclina un poco su sombrero de paño negro, viejo pero muy bien cuidado y
cepillado con esmero- y vuelve al
tema: Nuestra relación se afectó y
sufrió un cambio que poco a poco se hizo evidente: Me trataba poco; con respeto sí, pero sin
meloseria y prácticamente no me involucraba en sus planes. Con su madre y sus dos hermanitas siguió
siendo el mismo meloso y cismático de siempre, hasta que se consiguió una
novia. Era una bella niña rubia,
grande y bonita, tenía una mirada tan dulce que a mi me parecía la mirada
inocente de un corderito. –Aunque yo no conozco los corderos más
que por referencias en cines o en textos, eso era lo que me hacía pensar al
contemplarla- Y continúa: Obviamente la mamá de él se sintió muy tocada
con este acontecimiento, ese noviazgo la afectó muchísimo. Era tan notorio su malestar que yo mismo, en
algunas ocasiones le hice el comentario que parecía una celosa, que exageraba
los defectos que creía hallarle a esa niña y en general, que lo más sano y lo
mejor que le puede ocurrir a uno, a los veinte, es tropezar con el amor
contenido en un hermoso cuerpo como el de ella, sólo para uno descubrirlo, degustarlo
y disfrutarlo. Los dos años de aquel
noviazgo, fueron para la madre de mi único hijo varón una tortura larga y
tenaz; se que urdía la manera de
despegar a su chico de aquellos brazos deliciosos y tiernos; hasta que el hombre la encaró: ¡¡Mamá!!
-Dizque le dijo- me voy a vivir
con Chavita, así se llama mi nuera;
nos vamos a Bogotá a trabajar y a estudiar,
allí vive gran parte de su familia y nos apoyarán; no nos casaremos -pues no creemos en la santa
institución- pero vamos a fundar una
familia y por favor no llores que no voy a morir; no me jodas ni me cantaleties que ya no soy
un chiquito; así pues que hasta aquí
llegamos, adios. –Ella me lo dijo
bañada en llanto esa misma noche-
Pedro: “Betico” -Alberto Gallego se llama mi hijo, pero su
mamá, empeñada en no dejarlo crecer, aún lo llama “Betico”- se fue de casa, dice que fundará una familia con esa
porquería, como si no hubieran más. –Y
llore- Más que una despedida fue un regaño por el
delito de quererlo tanto; remató. -Y dale a la chilladera- Tu sabes que es lo que más me duele
Pedro? -No mijita, no lo sé. Le respondí-
Pues no haber podido entrar al templo de su
brazo, a entregarlo como dios manda; ante la mirada de nuestras amistades y de
toda la sociedad -como debe ser- ¡¡Ante los ojos del Señor!!. Y continuaba llorando y llorando. Hubo que buscar ayuda profesional, hubo que
consultar con el especialista para estos casos;
hubo que darle un paseo -el agua
de mar como que es sanadora, como que lo cura todo- se le
dio un paseo a la costa, a entretenerla, a divertirla. Con decirles que hasta me tocó cambiar los
muebles y los cuadros y todo; hasta los
tendidos y los manteles; -Yo no sé si
ese hijueputa médico tenía mueblería propia o si era comisionista- pero me convenció de cambiar todo dizque
por “La salud mental de la señora”. No faltó sino cambiarle el marido. Todavía no me repongo de ese tremendo gasto,
aún me duele la billetera. –Hace una
breve pausa, enciende el otro y continúa su relato- Bueno señores, para terminarles les diré
que de esto hace ya diez años y mi pobre mujer aún sufre a lágrima viva por ese
hijo; y yo, ni que se los tenga que
decir: A diario me atormenta y me
preocupa; a diario siento ese vacío en
mi vida; y aunque sabemos por otras
personas como están y que tienen hijitos y todo, nos hiere que ni siquiera
conocemos esos nietecitos ni en fotos.
Para nosotros ese hombre, su mujer y sus hijitos, nunca han tenido ni
una mísera postal, ni una infeliz llamada; nada……¡¡no existimos para ellos!!
Después de un breve momento de
silenciosa pausa, con sorbida de café e inhalada de humo de cigarrillo, el
hombre se destapa con esta confesión: Cómo será lo que me ha afectado ese asunto,
que un día hice una embarrada tremenda; lo que ahora llaman un oso; pero eso sí, un oso el verraco de
grande. Cómo les parece que estaba yo
muy enviciadito a frecuentar el parque de “La catalina” y había allí una
muchachita muy queridita a la que yo cortejaba;
le compraba sus productos -unos
ricos pastelitos de yuca con carne molida-
y siempre que le pagaba, le dejaba las vueltas y le decía bobaditas y le
cogía las manitas; y les confieso -sin ninguna pena- que le proponía cositas. Pero ella, muy viva, tomaba la propinita,
sobaba al viejito con dos o tres sonrisitas coquetonas, pero no más de
ahí. -El hombre aclara su garganta
con un par de sonoros estornudos a manera de ronquidos- toma más café y sigue con su tema: Pues
bien, un buen día me estoy deleitando con una delicia de aquellas, cuando veo
que por el centro del parque, alrededor del monumento de “La catalina” pasea
lentamente Rodolfo Bermeo; el mismísimo
padre de Chavita, mi nuera; y observo
que tras él, caminan tres muchachitos rubios y entonces yo supuse que eran sus
nietos, y desde luego los míos. El del
medio al mirar a su alrededor me da la cara y veo en ese chico a mi hijo: ¡¡Era la misma cara de Alberto cuando
chiquito!! Los mismos bucles de cabello
ligeramente ondulados que le sobresalían por las orejitas a manera de patillas
y esa misma miradita maliciosa de sus hermosos ojos negros acompañada de su
sonrisa tímida, dulce y alegre. Salté de mi silla y en dos o tres zancadas
estuve allí -abrace aquel niño y lo
cubrí de besos- y le dije en voz alta que yo era su papito,
que yo era su abuelito y le decía que lo amaba. En medio de tanta emoción no me percaté del
tremendo escándalo que se formó a mi alrededor, con esos muchachitos llorando y
gritando y corriendo a llamar a su mamá.
Una señorona gorda y bonita y muy bien arreglada me halaba de la camisa
mientras con voz fuerte me decía que soltara a su niño que le iba a hacer
daño; allí fue como si despertara de una
pesadilla y ví realmente a aquel chico que yo abrazaba y que en nada se parecía
a mi hijo cuando tuvo su edad. Entonces
comprendí que mi imaginación me había jugado una mala pasada, que sufrí un
maldito espejismo al ver en ese niño
-tan diferente- a mi hijo amado,
tal cual como cuando era chiquito. Que
cosa tremenda, disculpas y explicaciones van y vienen y en medio de semejante
agite alguien sugiere que posiblemente yo era un corruptor, o un pederasta, o
un sádico robador de chicos y no sé cuantas cosas más; yo en mi defensa alego que el pendejo se me
parece a mi nieto y me sostengo en ello
-a pesar de que ni siquiera lo conozco-
y claro, otras personas que me conocen argumentando toda clase de cosas
hablan a mi favor y finalmente el asunto queda zanjado. Cuando ya la cosa está calmada, en un momento
de silencio -de esos silencios raros que se dan a veces y
que la gente suele decir que pasa un ánima-
se oye con toda claridad la voz
de la pastelera; la chica de los
pasteles de yuca y carne molida, la dueña de mi corazón y de mis amores, la que
en la imaginación me arrulla en las noches; declara fuerte y claramente : ¡¡Sí, es un viejo verde, es corrompido y es
malo; a mí me mantiene diciendo
cosas y proponiéndome babosadas; yo le tengo mucha desconfianza; deberían de meterlo preso!! Yo señores, cuando escuché esto quedé
perplejo. Fue como una cascada de
silencio que pesó en el ambiente y que luego se llenó con estas palabras que me
hirieron y me laceraron de tal manera que me aleje de allí como un maldito
perro apaleado: Con el rabo entre las
patas y la mirada clavada contra el piso.
Fue horrendo. Huí de ahí como si
de verdad fuera culpable de algún grave pecado, presuroso y sin volver la vista
atrás.
Yo, señores -continúa diciendo Pedro Luís Gallego,
emocionadamente- aún no he podido
asimilar cual fue el mal tan grande que le hicimos a ese hijo para que nos borrara
de esa manera de su vida. Y confieso que
a veces me pregunto por qué -en términos
generales- para los hijos las únicas
que tienen sentimientos y merecen ser tratadas con consideración son las
madres; los padres es como si no contáramos. Como dijo alguien alguna vez: ¡¡Padre es cualquier hijueputa !!
Se hizo una larga pausa de
silencio en la que los viejos se miraron unos a otros con se tipo de mirada
interrogante que pareciera decir :
“…..Umm, quien sabe……?”. Luego
de esta pausa Salomón Ordóñez, un
profesor ya retirado; un hombrecillo menudo y gentil, pulcro en sus maneras de
vestir y de actuar; de grandes gafas
enmarcadas en carey y con cara de ratoncillo asustadizo tomó la palabra y
ceremoniosamente dijo: ¡¡ Mi querido
Galleguito, es que la maternidad se vive, pero a ser padre, hay que aprender!! Esa es la diferencia.
los hijos son nuestros mientras estan pequeños,ya grandes son sus propios ideales los que los gobiernan,les damos miles de consejos pero...nadie aprende de experiencia ajena.....en fin el amor de los padres es para siempre.
ResponderEliminarCon una inmensa alegría estoy leyendo la majestuosidad de tus escritos, y me llena de satisfacción la decisión de utilizar los medios tecnológicos para dalos a conocer; y animar a otras persona que pueden estar en el anonimato o escondiendo su talento literario.
ResponderEliminarEmbellecer un papel en blanco con las palabras precisas, no es un trabajo fácil, lo sé por la rigurosidad de mi trabajo. Pero tus trabajos sé que pronto tendrán un reconocimiento, por tan gran esfuerzo.
Simplemente te animo que sigas con tus producciones y me lleno de inmensa alegría por estos trabajos.
Sigue, en este tu camino.
Con mucho cariño, tu amigo Julio Aguirre