miércoles, 26 de octubre de 2016

"GARRINCHA" (cuento sobre futbol)

                                “GARRINCHA”         (Cuento de Camilo José Forero Serna)

1.       ELICER    
                   
Yo, con una lata de guadua en la mano derecha y una bayetilla enredada en mi mano izquierda, saltaba a los lados, evitando los ataques que  -el que creía mi tío-  me lanzaba con furia tremenda. Era el mayor de mis tíos y también era la persona que más me había maltratado y humillado en la vida, recuerdo que a mis seis o siete años me colgó de una viga con un pedazo de soga, atado por los pulgares de mis manos y me sostuvo  allí, alcanzado el piso sólo con la punta de mis pies, hasta que de dolor me desmayé.  Siempre se regodeó dándome palo sin compasión  -como matando una culebra, solía decir-  ante la mirada temerosa de mis hermanas, que a la postre resultaron ser en verdad mis tías.  Hasta este día, en que me resolví a enfrentarlo, a no dejarme maltratar más.  Ya con 13 años  -sintiéndome gallito, hecho un verraco-  me salí al patio, me armé con una lata de guadua  -de esas con que se tapaban las cajas de madera de empacar frutas-  y lo desafié llorando de rabia:  “Vení pues, que ya no me vas a coger como a un animal en una trampa”  -el grave delito por el que esta vez me iba a castigar fue mi incapacidad para recitarle las tablas de multiplicar, yo me las sabía, pero me ganaron los nervios-.  Su primera reacción fue coger una peinilla, pero papá  -el que después supe era en realidad mi abuelo-  no se lo permitió;  entonces cogió una cadena de bicicleta y me pegó con ella un juetazo a la altura del estómago que me dobló de dolor y cuando armó para mandarme el otro, Ana  -mi madre hasta ese día y después mi abuela-  se interpuso metiendo sus manos, el golpe fue tan horrible que la fracturó por la muñeca en su mano izquierda.  No le importó verla tendida sobre si misma dando alaridos de dolor y saltando por encima de su humanidad arremetió contra mí con un cuchillo en la mano.  Yo, ya medio repuesto del dolor del primer golpe logré esquivar sus acometidas  que se sucedían vertiginosas y en una de esas vueltas de atacar y retroceder lo conseguí en la cara, a la altura de su mejilla, bajo el párpado, le rayé el filo de la lata de guadua y la sangre no se hizo esperar.  Con la palma de la mano el hombre se limpió la cara  y cuando vio que era sangre se quedó paralizado mirándome, como si me descubriera apenas hoy, como si nunca antes me hubiera visto;  de pronto me dijo con voz serena, como si habláramos en términos cordiales:  “Has derramado la sangre de tu padre.  A partir de hoy serás como el judío errante, vagarás sin rumbo fijo y no encontrarás la paz”.  Octavio, -un profesor de escuela, novio de una de mis tías- un hombre aún joven, de una pulcritud y una decencia que yo admiraba, callado, decente y buena gente, me abrazó y me condujo hasta la puerta, me entregó dos billetes de cincuenta pesos y me dijo:  “Váyase Elicer; mijo, recuerde que en Buenaventura tiene familia, búsquelos y trate de vivir allá”.  Yo me negaba a emprender el viaje y entonces el hombre cogió conmigo calle arriba llevándome de la mano y me decía:  “Es una pena que te ocultaran la verdad:  Los que tú crees que son tus padres, son en realidad tus abuelos y tus hermanos y hermanas son en realidad tus tíos.  Nunca he comprendido tanto odio de tu papá por ti.  A él mismo le he dicho algunas veces que te trate distinto, pero él parece que quiere cobrar en ti el daño que le hizo tu madre.  Personalmente estimo que hiciste lo correcto al enfrentarlo y te digo algo más, no temas ni creas esas cosas que te dijo del  “Judio Errante”  nada de eso es cierto; es la influencia  nefasta del fanatismo religioso que tiene a toda esa familia jodida,  Esos son inventos de los poderosos para cagarse en los demás; recuerda siempre, tu único juez es tu conciencia y nadie tiene derecho a maltratarte, ni siquiera a causa de alguna falta que supuestamente lo justifique; no andes creyendo en santos ni en dioses que eso es paja que le meten a la gente a la cabeza para abusar de ellos.  Lo que hiciste al encararlo es un acto de justicia y si alguien debe ser penalizado por esa conducta es él y también la familia que con su indiferencia lo ha permitido”.  El hombre, con su manera de hablar clara y calmosa logró tranquilizarme y sus palabras quedaron grabadas en mi memoria como si se hubieran esculpido con fuego.  Cuando llegamos a Expreso Palmira, me compró tiquete a Cali y le recomendó al motorista, que me ayudara a embarcar para el puerto que porqué yo era muy bisoño; y, a mí me insistía que mi tío Silvano tenía un negocio allá, en un lugar llamado  “El muro” donde se ve el mar  -me repetía-  “cuando llegues allá lo buscas, no te quedes solo”.  Recuerdo que subió conmigo al bus y con su pañuelo limpió mi cara, mesó mis cabellos mientras me decía que yo era un buen niño y que tenía derecho a vivir tranquilo.
Tenía ya catorce años cuando me tropecé con mi tío Silvano, era un hombre joven aún  -de unos veinticinco-  yo había bajado esa tarde a una cancha que queda en lo que llaman  “Piangüita”  en bajamar a jugar fútbol un rato  -cosa que todos los días después de las dos y media o tres solía hacer-.  En las mañanas me metía por las oficinas en el puerto o en las aduanas a hacer mandados, a sacar las basuras, limpiar pisos o remojar matas;  recogía los desechos, había papel, cintas y carreteles de plástico y de lámina para máquinas de escribir y sumadoras, forros y cosas así; a veces las muchachas secretarias o doctoras me solicitaban pequeños favores o servicios, y a cambio me pagaban, me obsequiaban cosas útiles que yo vendía y me iba para  “Muro Yusti”  a comer sancocho de Toyo  -que es como llaman al tiburón joven-  y luego me descolgaba por un caminito estrecho, hecho con orillos de aserrío hacia  “Bajamar”  y se formaban lo que llamábamos  “picaítos” con pelaos del barrio o ambulantes como yo, venidos, -igual que yo-  de otras partes;  nos llamaban  “paisas”  o  “amarillos”,  y nosotros a ellos les decíamos  “cuñaos”  o  “primos”.  Yo era bueno para el fútbol  -desde que jugaba en Palmira me decían  “Garrincha”-  y ese nombre me gustaba.  Un día fueron unos manes que parecían importantes y nos vieron jugar, nos anotaron para que jugáramos en un equipo de  “Grancolombiana” y cuando fuimos nos llevaron ante Marino Klinger –antes de ir allá-  el día que  nos anotaron, mi tío Silvano se me apareció en el intermedio del picao y con los ojos agusaliados me abrazó y me dijo “al fin te encuentro, te he buscado como loco, güevón, cómo estás?”.  Me fui con él.  Subimos por bajamar hasta  “Lleras” allí, en la calle principal, frente a un aserrío, en una casa grande y buena, de material;  tenía una gran tienda, bien surtida;  yo ya conocía a su mujer, porque se casaron cuando aún creía que era mi hermano.  Ella se alegró mucho al verme, me abrazó y me dijo que comiera, que me veía muy crecido y fuerte, cuando le comenté que había comido  “Toyo”  donde  “Pancha” me dijo riéndose que le daba asco porque le habían dicho que en el muro y en  “Pueblonuevo”  revolvían el sancocho con  “canilla” de muerto, a lo que Silvano, riéndose contestó:  “Claro mija, ¿qué vivo prestaría sus canillas para revolver una sopa o un caldo?”  y nos reímos como locos. 
Me pegué un buen baño, un largo y delicioso baño como hacía más del año que no me lo permitía.  En el tiempo que tenía de vivir  -mal vivir-  en el puerto, no me había bañado en chorro  -lo que llaman ducha-  no;  solía bañarme, sí, pero en la marea;  abajo frente al muelle de  “Playa basura”; al terminar los picaos uno se despoja de la ropa y se mete al agua; así, sin ninguna vergüenza, impúdicamente, lo que llamamos “en pelota”, como era ya a la hora del ocaso a veces nos cogía la noche retozando en el agua.  Cuando salí del baño, que quedaba sobre una pequeña terraza que servía como patio de secar ropas y tener matas y rebujo, me tenían lista una ropa, una preciosa camiseta del “América” con el escudo del diablo y tal en el pecho y una pantaloneta blanca y grandota, con un bolsillo atrás, un enorme bolsillo como para cargar un coroteo; cuando me vestí, mi tío Silvano me prestó unas chancletas y me dijo que lavara los tenis para que amanecieran secos, también me preguntó si tenía ropa y dónde la tenía.  Le comenté que tenía muy poca cosa, muy regular y que me la guardaban en casa de un amigo.  Le conté que había un pelao que decía que era de Palmira, pero que vivía en el puerto donde unos tíos hacía más tiempo que yo, se llamaba Norberto Molina, jugaba muy buen fútbol y estudiaba en un colegio grandísimo llamado “Pascual de Andagoya”; con él y con su primo Robinson, siempre andábamos juntos y en esa casa  -vivían en la misma casa-  me guardaban la ropita y me dejaban cambiar;  a veces Nena, la tía de  “Cabecita Molina”  me daba algo de comer.  Después el tema desembocó a la familia, me contó la penosa situación de la fractura de la manito de mamá –yo insisto siempre en llamar así a mi abuela Ana-  tal vez porque de verdad no conocí a mi madre y nunca nadie me habló de ella.  Como que excepto el canallazo de mi padre, nadie más llegó a saber quién era.  También me contó  -me dolió mucho saberlo-  que a nadie pareció importarle mi ausencia ni mi suerte, “Los únicos que ha venido a buscarte y permanentemente preguntan por ti son Anais (mi tía)  y Octavio (su esposo); para los demás, es como si hubieras muerto”.
En esa tienda había mucho trabajo, se vendía muchísimo y no había prácticamente descanso desde la madrugada hasta bien entrada la noche, diez y media u once.  Silvano y su mujer madrugaban, el atendía y ella hacia labores de cocina y de casa, yo me levantaba como a las siete y pico u ocho, me bañaba y tomaba el desayuno y me metía a trabajar en la tienda, con ella.   Mi tío se iba a desayunar, se acicalaba y salía al centro a hacer vueltas, pasado el medio día regresaba y almorzaba, se echaba una siestecita y luego de un baño volvía a la tienda.  Entonces yo almorzaba y me iba para la calle, a veces los muchachos, Robinson y Cabecita Molina –que habían llegado por mí-  me esperaban y nos íbamos juntos a jugar fútbol a bajamar o al Pascual.  Un día llegaron unos profesores y nos separaron y nos pusieron a jugar, me fue muy bien, todos me llamaban  “garrincha”  tómala o pásala y yo enloquecía a los marcadores con mi gambetas, hice goles y todo.  El “profe” Marino Klinger  -al que todo mundo reverenciaba, habló un rato conmigo;  luego hicieron un listado como de treinta muchachos y nos dijeron que si queríamos nos meterían a la nómina para jugar en un equipo llamado “Juventud Porteña”, patrocinado por  “la flota mercante Grancolombiana”,  que era una naviera poderosa.  Íbamos a entrenar todas las tardes, pues suponían que en las mañanas estábamos estudiando;  nos daban refrescos y comidas, nos daban también zapatillas y ropas, y nos llevaban al teatro o la piscina de un club de ricos. Ellos creían que yo era estudiante de el mismo colegio y cabecita me decía qué preguntaban y qué responder para que no me pillaran.  Un día nos hicieron bañar, nos cortaron el pelo y nos retrataron; después me dieron un carnet y por primera vez en mi vida me vi en una foto, de verdad me sorprendí, vi que tenía cejas grandes y peludas, la barbilla redondeada y la nariz recta;  que decepción, la misma cara del infeliz que sin consultarme, en asocio con una damisela que quizás no estuvo de acuerdo con traerme al mundo  -pero le faltó valor para evitarlo- me arrojaron a esta perra vida de la que hoy tengo claro, que tendré que hacer lo mejor que pueda, ya que gracias a mi infortunio no puedo esperar nada de nadie.  Desde que Octavio  -el esposo de mi tía-  me reveló la farsa de creer en religiones y cosas de esas, ya ni siquiera tengo el consuelo de pedirle nada  -como cuando niño con el niño diosito, al que le pedía y nunca me daba nada-  ya ni siquiera tengo esa ilusión de esperar un milagrito o una sorpresa.   Silvano y su mujer fueron muy buenos conmigo, me trataban bien, me hacían sentir como en familia, a veces en charlas, ella hacía comentarios que me producían la tristeza de saberme indeseado por mi madre y desprotegido por mi padre y fueron muchas las ocasiones en que de rabia y de dolor emparamé la almohada de sólo pensar en eso.
 Un día Marino Klinger y otro profe se aparecieron por la casa, yo estaba en la tienda.  Nos pusimos a hablar y tomar gaseosa y ellos le preguntaron a Silvano mis datos.  Me sentí muy avergonzado al tener que encarar la mentira y responder a sus preguntas;  -desde esa experiencia no suelo mentir, prefiero sufrir por decir la verdad, que andar ocultando la cara  avergonzado-  se marcharon como si nada y después en el entreno el profe Marino me puso el brazo encima, empezamos a caminar por el borde de la cancha y me dijo que lo disculpara por haber ido sin avisarme, que era mi privacidad y tal; yo le comenté todo de mí.  Hablamos mucho rato, como dos horas y él me dijo:  “Elicer, tú serás un grande del fútbol,  “Cabecita” Molina también lo será.  No te preocupes por esas cosas que yo arreglo eso, no eres el primero que se oculta avergonzado por causas que no han estado en sus manos provocar ni evitar, a veces los mayores tratamos a los niños como nuestros iguales y no les damos oportunidad de aprender, en nuestra brutalidad, esperamos que lo sepan todo.  Deberías meterte a estudiar, eres despierto y muy inteligente y te aprovecharía mucho para la vida”.  El viejo se ganó mi cariño, cada que lo escucho mencionar siento la emoción de saberme su hijo y siento la presión de su mano sobre mi hombro y escucho sus palabras levantando el ánimo de un pobre diablo que no puede decir que cayó en desgracia, más vale decir que  “Nació en desgracias”.

2.       BOGOTA

Llegamos a Bogotá de madrugada, nos embarcaron en una “Magdalena”  -cinco muchachos del club y un profe-  El profe era un man ya maduro, le decíamos  “currulao”   -recuerdo que se llamaba Gilberto pero no llegué a saber su apellido-  era amigo de toda esa gente, había jugado en millos  y de hecho, trabajaba para ese club en el puerto.  Conocí personalmente a  “Maravilla Gamboa”  y lo vi jugar.  Don Jaime “el loco”  Arroyabe nos llevó a la sede del club, nos dieron desayuno y nos hablaron.   Molina y Robinsón recibieron visita de familiares que los esperaban, lo mismo que los otros muchachos   -un Mosquera que fue después famoso atajador, un Angulo y un Moreno que se diluyeron rapidito en mi memoria-  yo esa tarde me quede sólo, un vigilante ya viejito me dijo que me tenía que salir, que no podía quedarme allí y ante mi respuesta, al enterarse de mi situación, se conmovió y tuvo la compasión de dejarme quedar en un rinconcito y prestarme unos trapos para que me tapara del frío aterrador.  A la mañana siguiente llegó la gente, los muchachos y los profes.  Nos sacaron a las canchas, éramos muchos; nos hicieron mover, corretear, luego nos hacían exámenes y nos tomaban medidas.  Nos dieron el desayuno, un caldo muy rico y caliente, con chocolate, quedé sentado entre unos pelaos que no conocía y noté cómo los que hasta ayer eran “mis panas” , “mis primos”,  no me miraban;  si yo intentaba llegar a ellos me rehuían como si estuviera cagado.  Me quedó claro que no me querían entre ellos, me dolía ver como cabecita Molina agachaba la cabeza y se confundía entre tanta gente sin mirarme; de Robinsón no me extrañó, pues con él nos estimábamos menos  -hasta golpes nos habíamos dado varias veces-.  El “Loco” Arroyabe se enteró por el vigilante de mi situación y vino a hablar conmigo, me dijo que el club no podía hacerse cargo de mí, que don Alfonso,  -un viejo de sombrero, con cara de cerdo y vestido de saco y corbata-  no lo permitiría, que todavía no habían visto mi juego, que todos teníamos instrucciones de avisar a los familiares y que bla, bla, bla; yo entendía que no podía quedarme allí, por la tarde me llevó a una casa cercana al estadio, donde unas personas de su confianza, habló con la señora  -en esa casa no había señor-  le dio un billete como que de cinco pesos, me sobó la cabeza y me dijo que pasara por el club por las mañanas.  Cuando se marchó, doña Rita, -que así se llamaba- me dijo como si tuviera rabia que si quería quedarme allí tenía que trabajar, que ella no podía tenerme de balde y que tal y tal; así que terminé limpiando tomates con una mecha.  Había en un salón una pila enorme de tomates y unas chinas pequeñas los sobaban con un trapo y los amontonaban aparte, una muchacha más grandecita y un pelao como yo, llamado Miro, los empacaban en una cajas  -tal vez las cajas en que habían llegado-  y cuando terminamos como a la media noche nos fuimos a dormir después de comer queso con agua de panela.  A la mañana siguiente montamos las cajas en una carreta y salimos empujando por una callecita angosta hasta desembocar a una avenida, hicimos maromas para pasar al otro lado y en esos barrios de allá, Miro y yo con una caja al hombro cada uno, íbamos gritando  en voz alta tomates, cebollas, despacio por las calles, en algunos lugares tocábamos las puertas.  La vieja con un delantal y unos atados de cebollas bajo el brazo cobraba y el pelao y yo cargábamos y empacábamos los tomates.  Ese pelao era muy vivo, cuando la gente se descuidaba tomaba las cosas, relojes, lapiceros y todo lo que le daba papaya.  Como a los dos o tres días de estar en esas me entregó un reloj y me dijo que me lo regalaba pero que no me lo pusiera porque me lo verían, que lo guardara para cuando estuviéramos en otro lugar.  Yo trabajaba duro pero esa señora me insultaba, me echaba en cara lo que comía y si me iba a lavar me decía que no botara el agua que yo no la pagaba y cosas así.  Aguanté ocho días y lo único bueno que tengo para recordar de allá es que la muchachita más grande me cogía la pirinola y me la sobaba, miraba a los lados y si no había por hay nadie me la besaba y chupaba y sin calzones me ponía mis manos en la cosita de ella y me decía que esa era la chimba, que por ahí nacía los niños y cosas así, nos tocábamos y nos apretujábamos pero no pasamos de ahí.
Una vez fui con la vieja a comprar el tomate a la central y aprendí donde era, una gran cantidad de camiones descargaban papas, tomates, cebollas y todo tipo de verduras y cosas traídas de otras partes;  las gentes hablaban a los gritos y hasta se insultaban.  Memoricé bien el camino y un día por la madrugada me fui para allá y hable con un muchacho que manejaba un carro de traer tomate y me dijo que venía de Tuluá, en el valle;  le ofrecí darle mi reloj si me transportaba y así fue como mi aventura en Bogotá sólo duró quince días.  El viaje de regreso fue muy bueno, el muchacho que manejaba no pudo encontrar que traer y yo no hice más que dormir todo el tiempo.   En Tuluá por la noche, dejamos la camioneta cargando en la galería, salimos caminando y comiéndonos unas empanadas, por unas calles amplias, llenas de avisos de colores,  el hombre me llevó a pie hasta un gran río, bonito y bien iluminado;  frente a uno de los muchos puentes que se veían en la claridad de la noche estaban las oficinas de “La flota Magdalena”, averiguó con la vendedora y esperamos sentados en una banca larga hasta que llegó el bus que iba para el puerto, habló con el chofer y le dio un billetico y de esa manera volví a Buenaventura. 
Cuando regresé mi tío y su mujer se pusieron muy contentos, me dieron de comer y me trataron muy bien, a medida que les contaba de mi experiencia ella se tomaba la cara con las manos y decía  “madre mía”, “vida mía”;  él, callado me escuchó hasta el final y me dijo algo que retumba en mi memoria como si lo acabara de escuchar:  “No pongas tu confianza en nadie, ni siquiera en tu propia familia.  La única persona en que uno puede confiar  -y también en cualquier momento se puede torcer-  es su mujer.  Haz tus cosas tú solo y comprende que los demás sólo están contigo cuando pueden sacar provecho”.   El mundo siguió andando y en la tienda yo me aplicaba juicioso, a veces Silvano me llevaba con él a sus vueltas para que aprendiera a moverme y me conocieran dónde era necesario que me conocieran.  El gusto por el fútbol me llevaba a veces a los picaítos de bajamar y un día me tropecé con  “Currulao”,  me reprendió muy feamente que porque yo me había escapado, fuimos donde Marino Klinger y me afirmó lo que me dijo Currulao, que porque el  “Loco arroyabe”  se lo había dicho por teléfono;  le di mi versión, quedó de constatarla y después cuando volvimos a hablar, me dijo -como una explicación- que esa señora había cobrado por acogerme en su casa y que yo tenía que haber ido a los entrenos.  De todas maneras ahí paró la cosa, yo no volví a jugar en su equipo ni volví donde ellos.  Después supe que Molina estaba muy bien, ganaba plata y jugaba, en cambio Robinsón no pudo.
 
3.       IPIALES

En una ocasión, Silvano se fue para Palmira a visitar la familia, se quedó cuatro días por allá, cuando regresó nos sorprendió con la noticia de que se iba para Ipiales, que había celebrado un negocio y ahora era socio de una empresa, venía por algunas cosas para irse a pasar allá cierto tiempo mientras aprendía del nuevo negocio, nos dejó unas instrucciones para poner el negocio en venta y se marchó, al cabo de un mes regresó, a rematar lo que quedaba.   Habíamos realizado según sus instrucciones, las mercancía, surtiendo sólo lo necesario para el diario; él, rapidito vendió lo que quedaba.  Un día mi tío y su mujer salieron maletiados, ella me besó la frente y me hizo una oración y supe que iba para Ipiales, mi tío la acompañaría hasta Cali, allí la despacharía en un bus;  y por la noche, después de media noche un camión grande  -un 900-   se acomodó en el frente de la casa, de él se bajó mi tío, cargamos el coroteo y como a las cuatro de la mañana arrancamos con el trasteo.  No olvidaré nunca ese amanecer tan hermoso, un cielo oscuro, profundo, allá en el fondo se unía con el océano y lo herían a veces unos relámpagos de luces lejanas en el horizonte; yo, prendido de la baranda que cerraba el cajón de madera de la carrocería miraba ese cielo y pensaba cómo, a pesar de ser un puerto tan sucio, tan caluroso y tan feo, me costaba tanto dejarlo; me dolían los amigos que hasta allí fueron mis amigos y que después perdí, me dolía la oportunidad que se fue por no haber tenido una familia que me respaldara y miraba en ese celaje los relámpagos que herían la noche y pensaba que así era yo, algo pequeño, sin mayor importancia, una lucecita que relampagueó y enseguida se esfumó; no demoré  mucho para dormirme y cuando desperté descendíamos a Cali.  En un retén llamado  “El hormiguero”, como a las ocho y media de la mañana paramos a buscar desayuno.  Yo encantado miraba todo tan bonito, los cañales, las haciendas, el río Cauca; yo, maravillado, pensaba cómo a pesar de ser de aquí conocía tan poco.  Pasado el mediodía, a la salida de Popayán almorzamos y dele;  logré ver el plan del patía  -el río Patía se observa en todo su esplendor al descender del pueblo  “El Bordo”-  y claro, esa visión me encantó.  Al anochecer entramos a Nariño; paramos a comer por ahí en un caserío después del pueblo de Rosas, mas delante de Mercaderes, que es el primer pueblo de Nariño con que el viajero se encuentra.  Me dormí  y vine a despertar en Ipiales a la madrugada, con un frío tremendo.
A dos días de estar ahí, después de haber ayudado acomodar el coroteo y a arreglar las cosas, mi tío me llevó a un taller, me explicó una sencilla tarea de tomar hilo de cobre de un carreto, me explicó como reconocer el hilo que estuviera quemado para dejarlo aparte y el bueno re empacarlo.  Luego me enseñaron otros procesos para aislar ese hilo y envolverlo en una cosita pequeña llamada bobina  -que a mí se me ocurría, parecida un dedo-  luego fui aprendiendo a rebobinar una mazorca.  Aprendí entonces que las mazorcas van dentro de los inducidos que a su vez van dentro de los dinamos y los motores eléctricos, que el negocio de mi tío era comprar los  “Inducidos quemados”  de los motores de arranque o los dinamos de los carros para reconstruirlos  -rebobinarlos-  y retornarlos al mercado en buen estado, como nuevos.  Silvano se apersonó de la administración del taller que tenía ocho obreros;  su socio le entregó la administración para él salir a viajar en una camioneta de esas llamadas  “panel”  que era cerrada, llevando los  “inducidos”  nuevos y recibiendo los viejos en parte del pago.  Rapidito aprendí el oficio, me pusieron un salario básico y un porcentaje, lo que me permitía ganarme unos buenos pesos.  Todos progresamos, yo seguí viviendo con ellos y guardaba mi dinero  en una caletica, casi no tenía en qué gastarlo.  Mi tío logró comprar una casa y eso permitió que nos acomodáramos mejor. 
Yo andaba ya en los diez y siete,  cuando  -como él decía en voz baja-  para no tener pastusos en su familia viajó con su mujer y su niña ya grandecita  -como de tres años- a Palmira, al valle, a esperar allí que lo que viniera, fuera varoncito  -como él quería- o fuera lo que fuera pero que naciera valluna, como todos nosotros.  Porque a pesar de vivir allá, de tener buenas relaciones con las gentes, él decía que el tronco familiar es uno sólo y no se puede desperdigar por ahí;  yo a veces me sentía mal por eso, entendía que se refería a que fundar una familia es algo de gran responsabilidad, un acontecimiento casi sagrado y como yo era hijo de circunstancias tan especiales, pues me sentía aludido.  Supe que se acomodarían donde los padres de ella y como el negocio era tan fácil de manejar pues todos los operarios tenían labores específicas y además, el hecho de ganar porcentualmente de acuerdo a la producción, hacía la labor de controlarlos y administrar menos rigurosa, pues Silvano me entrenó un poco en los días previos, cuando se marchó me dejó  al frente.  Me tocaba viajar a Tulcán, en el Ecuador; a comprar cobre, tapas y carcasas de  “Antimonio”  y rodamientos para los inducidos, traía a veces ánodos, cátodos  y terminales y en general insumos de nuestra industria.  Me hice un experto, viajaba con billete en el bolsillo, ensayé una firma para extender cheques y para avalar facturas y cuentas; me mantenía muy bien presentado y me alojaba en hotel.  Un obrero  -Tulio Satizabal-  que era un paisa bajito y colorado, de Belén de Umbría, caldas;  me comentó sus planes de migrar para Venezuela porque allá tenía familia.  Era un señor serio, mucho mayor que yo y que Silvano mi tío;  por lo menos cuarentón;  me dijo que me observaba y le gustaba mi forma de ser y creía que tendría buen futuro, le parecía que era  “muy espiritual”  queriéndome decir que me veía de buen ánimo, despierto y emprendedor;  me invitaba a que me fuera con él, que con su familia tendríamos donde llegar y donde trabajar; que con el arte que sabíamos nos abriríamos paso en cualquier parte donde llegáramos;  estuve tentado a seguirlo, pero la lealtad para con mi tío me pudo y decidí quedarme hasta que él regresara;  don Tulio me dejó sus datos para que si después me decidía, y llegara a necesitarlo, lo buscara. 

4.       COLGAR LOS GUAYOS

En mi vida empezaron a suceder acontecimientos extraños que me llevaron a dejar el futbol, tal vez por el desconocimiento que tenía yo de la forma de vida de estas gentes fui víctima de sucesos que me confundieron, me vi involucrado con personas y en situaciones que me impactaron tremendamente;  todo empezó una noche escuché cómo golpeaban la puerta fuertemente, con el consabido temor que engendra el rompimiento del silencio por golpes bruscos sobre la lámina de las puertas metálicas en la noche, me levanté a asomarme a mirar quien podría ser, por la escotilla que teníamos a un lado para mirar sin ser vistos, observé un auto parqueado al frente y desde él le decían a alguien en voz alta:  “Tócala más duro, más duro…”  Me arriesgué a abrir, era un joven con el que nos conocíamos por las jugarretas de fútbol, en las canchas municipales; lo increpé por el abuso de golpear tan fuerte y tan tarde en la noche (eran como las once)  entonces me dijo que me darían un billete si iba a jugar un picaíto a una finca cercana, que no necesitaba llevar nada pues tenían todo, uniformes, guayos, medias todo;  un man se bajó del carro y me dio cuatro billetes de cinco mil y me dijo que era un anticipo para que me animara a ir, que a las doce tenían un partido contra una  barra de amigos que siempre les ganaban y que el muchacho que me conocía les había dicho que con  “Garrincha”  les ganarían.  Encaleté la platica, me puse una chaqueta y me subí al auto, dentro de él supe que celebraban el cumpleaños de alguien a quien llamaban  “patrón”  y que en su finca había cancha techada e iluminada y que venían gentes de Cali y Popayán;  gente rica y loca, al llegar me coloqué el uniforme, una camiseta blanca con el logo del Real Madrid y unos guayos muy suaves por dentro, pero muy duros por fuera  –como guantes-  traídos del extranjero;  el que hacía las veces de director un pastuso abotagado y zarco me dijo que eso queda de mi propiedad y me habló del patrón, que allí estaba con su familia y les gustaba el futbol, que hacían apuestas y que si uno les caía bien era como ganarse una lotería, no volvería a sufrir necesidades, ni tendría que pensar en trabajar nunca más.  Como siempre mi juego fue muy bueno, coreaban mi sobrenombre y me rendían respeto y tal, en el intermedio una pelada ya madura  -por lo menos de veinte o poco más-  hija de duro, me abordó, me cogió las manos y me dijo que le encantaba mi juego, al despedirse me besó las mejillas;  cuando el partido terminó el patrón con su mujer  -casi tan joven como su hija-  vinieron hasta donde nos cambiábamos y nos decían cosas sobre lo bien que jugamos, aludiendo a que al fin le habíamos de encima ese otro equipo y tal.  Me llevaron a la casa, me dieron 30 mil pesos más y en efecto, me regalaron ese uniforme con guayos y todo.  Esa misma semana la pelada vino hasta allí, me dijo que la acompañara a una vuelta y no metimos a un hostal en la carretera;  después ella  iba por mí  -en semana, martes y  jueves-  y nos íbamos a esa finca, nos metíamos en la piscina y allí hacíamos el amor en todas las formas y de todas las maneras sin cansancio ni fatiga;  hasta que un man que era conocedor de esa gente, pues trabajaba en la seguridad de la familia, me dijo, tomando café ante una pequeña cascada que bañaba un jardín a un lado de la piscina, mientras la pelada estaba adentro, en el servicio:  “tú estás esperando que te quemen pólvora para abrirte de ahí”, le pedí que me explicara y me convenció de dos cosas:  La hembra era ninfómana  (una enfermedad sexual);  y de allí, el día que se cansara de mí, me haría sacar en cuatro tablas, sólo sería necesario que el papá se enterara para que me mandara la  “caballería”;  me impactó mucho esa revelación y sin pensarlo dos veces corté con esas visitas.  La enredé con el cuento de que me iba para Palmira a otro taller y me quedé sin salir cuando estaba allí;  o sin dejarme ver cuando llegaba de viaje o partía para el Ecuador;  por un tiempo largo no volví por las canchas del municipio ni por el centro, no me dejaba ver.

5.         SOBADORES
 
Una tarde, jugando “Metegol”  -que es una recochita que se juega entre cuatro o seis, en parejas o en tríos, que se melean hasta que alguien hace gol, el que la mete ocupa la portería hasta que con el siguiente gol lo sacan-  me empezó un dolor en la planta del pie;  estábamos jugando en la calle, en la parte de atrás del taller,  a medida que me movía me dolía más hasta que me senté.  Un pelao me comentó que frente a su casa, en un barrio a la salida para Pasto había un negro que era sobandero;  esa noche me eché agua de Salvia, que es una rama indicada para los golpes y las hinchazones, dormí bien, pero amanecí adolorido y moretiado;  en la tarde fui donde el señor, llevé unas venda resortadas y una pomada, el señor me miró el tobillo y me dijo:  “Mijo esto no es un golpe, es una señal de que debe dejar el juego,  -empezó la soba con una pomada olorosa-  y al tenor que me sobaba me decía, hay una voluntad empeñada en que usted no corra más”;  me hizo sudar, me hizo gritar, le regalé dos pesos porque no me quiso cobrar, pero de nada me sirvió.  Me recomendó que volviera día por medio, dizque para darle tiempo a absorber la untura;  al regresar al día señalado  estaban velando su cadáver, en la salita donde me masajeó.  Me recomendaron una viejita indígena que vivía por allá en un ranchito, fuera del pueblo, pasando el matadero;  fui donde ella, me miró, me tocó la planta del píe y me sobó el tobillo como sin fundamento;  luego  me dijo que me prepararía una untura con unos vejucos, que saldría a cogerlos por la mañana temprano y los pondría a cocinar, que volviera por ahí a las cinco de la tarde, cosa que ya estuviera fresca la “untura”  aquella y entonces si me haría la soba;  así lo hice, no encontré a nadie en el ranchito y al preguntarla me informaron que había muerto esa noche.  Después me sobó un señor Darío, un anciano fuerte y robusto que mantenía un tabaco en la boca y  halaba una carreta con una pretina enredada al pecho, también se murió;  sin embargo yo vine a tener conciencia de la fatalidad de sobarme porque Mauro López, un valluno que tenía un granero grande por la galería donde íbamos a charlar en las tardes, me dijo bromeando:  “Papito, charlemos pero no se me arrime… a usted el que lo toca se muere”;  me dejó preocupado ese comentario, a pesar de que Mauro era bebedor y charlatán, logró joderme.  En una ida al Ecuador al pasar por Tulcán me hice sobar de una vieja gorda y pecosa que sobaba y fajaba los niños y tenía fama de ser muy buena, me cobraba el equivalente a cuatro pesos por cada soba, con una untura que olía a vinagre; haciéndome una hoy, al pasar;  y la otra pasado mañana al venir de regreso.  El día de regresar quedé encogido de pánico al ver en su casa una velación.  Sabiendo de antemano la respuesta me aventuré a preguntar a un tendero vecino:   “¿qué pasó con la señora sobadora?, el hombre me respondió como si no tuviera importancia:  “Amaneció tiesa y fría… ¡se murió!”.  Ante esa respuesta me sucedió algo insólito, miré todo con tranquilidad, se me quitó el pánico y me sentí en paz, como si no tuviera nada que ver en el asunto.
No volví a hacerme sobar hasta un día en que mirando una banda tocar en el atrio del templo un negrito como raro, vestido a la antigua se paró a mi lado y como si tuviéramos confianza me dijo:  “Elicer, vaya usted por la carrera cuarta entre calles cuarta y quinta, a mitad de cuadra hay un portón grande de lámina resguardando un lote donde guardan carretas y cosas en desuso; entre en él y siga al fondo donde hay un ranchito, pregunte allí por el sobador que él lo arregla”.  Sus palabras sonaban como si yo las pensara y no como si alguien me las hubiera dicho y al querer responder o preguntar algo, no lo hallé por ninguna parte.  Esa misma tarde me eché las vendas al bolsillo y me fui para ese lugar, empujé un poco una de las puertas de lata y me introduje al lote; en la parte frontal habían carretas y mesas de esas que con un toldo sirven de tenderetes en las plazas de mercado, pilas de basuras con partes de cauchos y ruedas y trozos de madera y metal;  hacia el fondo estaba todo enmalezado  -aunque se veía claramente un caminillo-  la maleza me daba a la altura de la cintura, sin embargo me entré hacia el fondo y en efecto un pequeño y envejecido ranchito de techo pajizo, con el bahareque de sus paredes manchado de humedad y descarachado por partes;  me sentí en el siglo 18, temí que no hubiera nadie allí cuando escuché risas y voces infantiles;  volteé en torno al rancho y en efecto, en la parte de atrás, en un patiecito empedrado, junto a la boca de un aljibe que tiene un par de horquetas de madera a los lados, sobre las que soporta una guadua con un gancho de madera cruzándolo para servir como manivela y desde allí soltar o recuperar la cuerda envuelta para extraer agua; un par de niños jugueteaban indiferentes.  De alguna parte apareció una mujer indígena y me cuestiona sobre la razón de mi presencia allí;  la informo de mi necesidad y me hace entrar a un salón oscuro y me dice que me siente;  cuando mis ojos se habitúan a la semipenumbra, tomo asiento en una banca de madera y observo que sentado en un taburete de madera y cuero, de espaldas ante mí hay un hombre con el torso desnudo y frente a él un indígena masajea rítmicamente su brazo derecho, recorriéndolo hasta el hombro.  “¿Qué le pasó en el tobillo, hijo?”  –pregunta si dejar de masajear el brazo del otro con movimientos rápidos-  “Me amaneció hinchado y dolorido hace dos semanas y se me está poniendo morado”  -le respondo a la vez que levanto la bota de mi pantalón y me descalzo, para que vea mi pie desnudo-  “Ya lo atiendo, espere yo encajo este hombro salido de su lugar”  y diciendo y haciendo se levanta de un butaco bajito donde estaba sentado, sin dejar de masajear, alza un poco el brazo y lo empuja contra el cuerpo del señor con un movimiento rápido;  el sonido gutural se escucha suave  -como cuando se aplasta un cucaracha- suelta el brazo y se yergue sobre sus pies sacudiendo sus manos, como abanicándolas y dice, refiriéndose al otro “vuelva mañana, no se vaya a mojar”.  El del hombro desencajado se hace a un lado y procede a vestirse y yo, atendiendo a su llamado, me siento en el  taburete de cuero sin curtir donde estaba el otro.  “Esto es muy breve, no dolerá  -dice mientras empieza a recorrer mi pie desde la planta hasta la canilla, en círculos concéntricos con sus manos suaves-  si una culebra pasa a tu lado y no te pica, es porque ya te ha perdonado desde antes”  -dice como si pensara en voz alta-.  La inflamación baja inmediatamente y el hombre, sin mirarme, dice:  “No vuelva a jugar pelota, está es una señal para que deje de correr y empiece a caminar, hay fuerzas poderosas y ocultas que así lo quieren”.  Recordé a los dos negros con que me había cruzado antes, el primero que me sobó y se murió y me dijo exactamente lo mismo;  y el segundo, que me habló como si estuviera dentro de mi cabeza, para indicarme que viniera aquí.  Observé al indio que me sobó, vi claramente su piel mustia y cubierta de arrugas, sus manos de uñas largas y fuertes como garras que rechazando mi dinero acometían en cierta forma de rechazo contra mí, mostrándome sus palmas, sin tocarme,  mientras me decía que no le interesaba lucrarse.  Al salir del rancho en compañía del otro señor  -el del hombro zafado-    que ahora viste de traje completo y con corbata;  y, que al llegar al portón de la calle dice como para sí: “Tendré que volver mañana,  -mientras me mira como si lo hiciera por primera vez-  yo vivo aquí a la vuelta, lo invito a que tomemos café”.  Ya ha caído la noche y vamos caminando, al llegar a la esquina giramos a la derecha, alternando la conversación le comenté que no debo volver y que no me recibió plata, entonces señalando la casa de la esquina me cuenta que vive allí con su madre, que por esa razón debemos entrar por detrás, por el patio, pues su mamá ya debe estar durmiendo y no quiere despertarla.  Al abrir la puerta para acceder al patio trasero de su casa se descubre un hermoso y amplio jardín  -y ahora que lo veo en mi recordación comprendo el contraste absurdo de que afuera ya estaba oscuro y en ese jardín había claridad-  por entre un caminillo de piedras regulares y abundantes, bordeadas de pequeñas matas florecidas de diferentes colores nos adentramos hasta una casa de corredor enchambranado, con un amplio zaguán donde se alternan las puertas y las ventanas de madera y al fondo una cocina donde una leve luz en el bracero denuncia un fogón de leña a la usanza antigua;  allí el hombre coloca un poco de agua en una cazuela, alista a un lado una talega de trapo para coladera y sonriente, como si se sintiera pleno de felicidad me pregunta si sé jugar ajedrez y ante mi afirmación toma un tablero que colgaba de la pared  -como un cuadro-  y lo coloca sobre una mesa, pone las fichas y empezamos a jugar.  Bebemos en sendas tasas el humeante café, mientras fumamos cigarrillo y movemos las fichas;  de golpe me pongo en pie y me despido, el hombre me da la mano en saludo de despedida y al querer salir, una enorme serpiente que dormita cuán larga es ante la puerta me intimida;  el hombre me anima a pasar por sobre ella y me dice:  “Si una serpiente pasa por tu lado y no te pica es porque has sido previamente perdonado… no te hará daño”,  temeroso levanto mis pies al pasar y me retiro.  Caminando por la calle  caigo en cuenta que no llegué a saber cómo es su nombre ni ningún detalle de esos que se intercambian entre las personas; también pensé en esas extrañas palabras que aluden a culebras que pican o no a las personas, como en una extraña alegoría o a una fórmula esotérica que recitan los maestros para sellar o descifrar misterios.
A la mañana siguiente tomando café bien temprano en el taller, con los obreros, comentando cada uno su cotidianidad, surge la pregunta de manera casual: ¿Cómo sigue del tobillo, Elicer?  Mientras levanto la bota del pantalón para mostrar, comprendo que no recordaba el tobillo de mis penas, siento como si una gran cantidad de tiempo hubiera pasado desde cuando tenía ese dolor y hoy;  me siento renovado, vigoroso, como cuando uno sale de la peluquería peinado y perfumado, como nuevo. Más tarde el deseo de ir donde el indio que me sobo y comprobar que murió me asalta;  aún resuenan en mi cabeza las palabras del Mauro  “el que te toca se muere…!”, pero por extraño que parezca sé con certeza, tengo la seguridad que esta vez no será así.  En una bicicleta de alguien del taller salgo y me dirijo hacia ese lugar y en efecto llego hasta la gran puerta de lámina que resguarda el lote, pero esta vez está abrazada por una gruesa cadenada que a  manera de remate tiene un candado grande y fuerte.  Por un ojo en la lámina por el cuál pasa la cadena miró hacia adentro y no veo más que rastrojo, las mesas y carretones de madera que vi ya no están allí y entonces golpeo fuertemente llamando la atención de los habitantes que sé que hay dentro, sin obtener respuesta.  De una casa contigua sale un señor ya mayor y me pregunta qué busco, yo le digo que necesito hablar con el indio que vive allá  adentro, con el señor que soba.  El viejo me mira como si no comprendiera o no creyera lo que le digo y me responde:  “Mijo, este lote está cerrado hace más de 20 años, le puedo garantizar que no se abre desde hace por lo menos dos que fue la última vez que se limpió;  aquí no vive nadie, no lo he vendido porque lo construiré para mis hijos”.   Yo angustiado le digo que estuve allí y me curaron mi tobillo y el viejo sonriente me dice:  “Estas confundido hijo, aquí no ha sido, te aseguro que no habita nadie, voy a traer las llaves y te mostraré”.  Una vez dentro empiezo a caminar y comprender que fue una alucinación, llego hasta el centro del mismo y compruebo que es un cuadrado encerrado en la paredes de las construcciones vecinas, entonces veo a un lado el aljibe abandonado y las horquetas podridas que debieron soportar la guadua de envolver la manila;  en ese momento siento un cosquilleo en mi pie y miro al suelo y observo como con toda tranquilidad un culebra grande y brillante, de piel oscura de tono marrón, al pasar lo hace por sobre mis zapatos, y desaparece entre el rastrojo.  Mostrándome agradecido con el viejo me retiro, estoy tranquilo, confundido sí, pero no asustado, al llegar a la esquina en la bicicleta recuerdo la casa del señor del hombro zafado y decido golpear su puerta, una señora atiende mi llamado y yo le pregunto por su hijo, ella me contra pregunta si en efecto yo conozco a su hijo y yo le afirmo, diciéndola que  necesito hablar con él;  la señora sin disimular la rabia que le causa hablar conmigo mirando hacia adentro, llama en voz alta:  “Mijo, mijo… venga, aquí hay un tipo que nos quiere robar… aquí hay un ladrón”  Cuando yo voy a explicarle que no soy ladrón ni nada parecido sale de adentro un viejo con un machete y me arranca a perseguir calle abajo, mientras yo salgo volando en la bicicleta; y escucho a mis espaldas que me gritan:  “¡pará hijueputa pa darte filo!”.  Llego al taller, y me acomodo pero no puedo trabajar, la sucesión de cosas que me ha pasado me turba, me pregunto “si los demás están locos, o el loco soy yo, o locos estamos todos”.

6.         SOLO
      
Aunque mi tío Silvano venía ocasionalmente, no se demoraba más de cuatro o cinco días y se volvía a ir, en una sucesión de viajes de ida y regreso que a mí me parecían lo mejor, sin embargo él se manifestaba cansado de la viajadera;  en una salida al centro, a tomar algo y charlar me reveló sus planes de viajar a otro país, también me comentó que habían montado en Amaime  -un pequeño poblado cercano a Palmira-  una fábrica de  “Inducidos”  -les enseñó el oficio a mis otros tíos y a mi papá-  y montaron una sociedad que involucraba toda la familia.  Como toda esa zona es productora de azúcar -esos cañales son inmensos- en esos ingenios había mucho potencial de trabajo.  De repente se quedó mirándome y me dijo,  -aludiendo a mi papá-  como un consuelo:  “Tranquilo mijo, que ese por aquí no viene”;  me conocía tan bien, que fue como si leyera mi pensamiento;  pues en caso de que él llegara a ocupar su sitio, obviamente vendría y tendríamos tratos  -pensé yo-;  y él, sonriente, como si pensara en voz alta remató: “Tranquilo Elicer, que con lo ya que sabes de la vida y el arte que ahora tienes, puedes desenvolverte sin ayuda de nadie”.   Silvano era muy emprendedor y muy próspero, se enriqueció ligerito y un buen día despachó a su familia para los Estados Unidos;  su mujer y sus hijas, una de cinco y la otra casi de dos, haciendo creer a todos que era de paseo, pero no fue así; cuatro o seis meses después se marchó él también.  Antes de marcharse se sinceró conmigo, me comentó que había asegurado bien su parte del negocio de Palmira  -para tener donde caer si no le salían bien las cosas en el norte-.  Había vendido a su socio la parte de su negocio en Ipiales y también vendió la casa.  A mí me dio una liquidación muy buena y aparte de eso me regaló veinte mil pesos  -eso era mucha plata, mediaba la década de los años setenta y con eso se compraba uno una buena casa o una finca-  me dijo que si quería, cuando cumpliera la mayoría de edad, que era a los veintiún años, hiciera papeles que él me recibía allá;  le pregunté por  qué no me llevaba de una vez y me dijo claramente que por ser menor de edad tenía que pasar por unas pruebas tremendas, hacer vueltas ante las autoridades y que ese era demasiado engorroso;  que además, lo más dificultoso era que tenía que tener permiso de mis padres;  y revelándome que le apenaba decírmelo, me hizo caer en la cuenta que por un lado madre yo no tenía,  -conocida claro-;  y por otro lado, enfrentar al Caín de mi papá sería una barbaridad;  por lo que él creía que lo que debía hacerse, era esperar los poco menos de dos años,  que faltaban para alcanzar la mayoría de edad y ahí sí hacer esas vueltas, ya con la independencia de ser mayor de edad, no tendría que enfrentar mi tremenda situación familiar.

7.       ANGELA

       
El pesado bus se detuvo tras el último vehículo que cierra la larga cola de autos y camiones apagados sobre la vía, en hilera perfecta; carros apagados hasta nueva orden, dejando desocupada la vía contraria, no porque los motoristas en un gesto de civismo o de consideración con los demás usuarios de la vía así lo hayan querido, no;  obedece a la pitadera enérgica de los agentes de la Policía Vial, que haciendo sonar sus potentes pitos y gesticulando con sus brazos en alto, en medio de grandes voces con órdenes tajantes y a veces procaces; obligan a los indisciplinados a alinearse en perfecta y estricta cola;  así mismo, los pocos que decidan devolverse son ayudados a reversar para voltear y retomar la vía de regreso.  En la vía que conduce a Ipiales, en el famoso paso de  “San Clemente”,  la quebrada  “La Urbina”  arrojó sobre la vía una tremenda riada de lodos y rocas, que de momento tendrá suspendido el tráfico, hasta que desde la capital, la oficina de Obras Públicas, ordene el desplazamiento de las máquinas necesarias para barrer y despejar la vía, cosa que tomara poco tiempo  -dos o tres horas-  pero que ante la paquidérmica  lentitud de los trámites que deben surtirse ante los escritorios de burócratas que actúan como verdaderos reyezuelos de ojos abotagados y cuello blanco, su espera y consecución se hacen eternas.  Mientras estos insensibles funcionarios se regodean buscando una coma o un punto en la orden de trabajo, los usuarios del transporte público deberán hacer un desplazamiento a pie, por la berma del camino o por tramos de desechos con sus fardos y sus niños a hombros; y si hay oscuridad, con la poca luz que les provea el satélite natural que suspendido en el cielo, como un pequeño farol, pareciera disfrutar al observar la romería.  Los vecinos del caserío de  “La Urbina”,  cercano al lugar;  conocedores del potencial de negocios que se activa cada que la quebrada se rebota, saldrán a ofertar café, bebidas refrescantes y comestibles;  además botas pantaneras  y guayos de plástico, usados;  y servicios de cargadores para transportar enfermos, niños  o ancianos;  o en su defecto, fardos o maletas y de paso, aprovechar descuidos para apropiarse de cuanta cosa quede a su disposición.
Angela Montealegre es una niña pequeña y tristona.  Contraria a su nombre y apellido, es callada, seria, de actitud calmada.  El corte de su cabello no la ayuda para nada pues es redondeado y provisto de enorme capul que cae sobre su frente como una visera, dándole la  apariencia de ser enjuta y gorda, cosa que tampoco es cierta.  Sus condiscípulos de la Universidad Central de Quito, en el Ecuador  -donde se gradúo de Médico-  solían llamarla  “Pingüino”  por su seriedad fría y calmosa, su pequeña estatura y su ausencia de buen humor  -aunque no es malhumorada-  suele ser poco entusiasta y demasiado seria.  Al detenerse el enorme bus en medio de los pitos de los agentes del orden y la tremenda bulla que se forma, despertó de un profundo sueño;  el Policía aborda el vehículo y con voz clara y potente informa que la vía se ha cerrado y en consecuencia los viajeros que deseen esperar deberán hacerlo dentro del vehículo;  agrega que las personas que así lo quieran, podrá hacer un trasbordo de más o menos una hora por entre el lodazal, observando las pocas instrucciones, como marchar en grupos, ya que no es recomendable hacerlo a solas, para evitar ser víctimas de abusadores y hampones que abundan por todas partes.  Un hombre ya mayor pregunta algo y el Policía impaciente repite de nuevo con claridad el discurso, dejando debidamente informados a los viajeros de la situación.  Los usuarios forman una hilera sobre el corredor central del bus y Angélica mira atrás, desconsolada, al señor que tras ella también espera paciente que la marcha se inicie y se encuentra con un par de ojos claros, serenos, enmarcados en unas enormes cejas, abundantes y oscuras; y, contraria a su costumbre de guardar silencio, lo interroga a cerca de si entiende lo que está sucediendo;  el joven, dejando al descubierto una carrilera de hermosos dientes blancos le explica tímidamente que no pueden pasar y la razón de esa situación y le agrega que si tiene prisa deberá  -como él-  pasar caminando por sobre el obstáculo hasta el otro lado de  la vía, donde encontrarán vehículos en los cuales continuar el viaje.  El tono de voz y la perfección de su dentadura atraen la atención de la chica que lo observa totalmente;  es un mocetón fuerte, curtido por la ventisca y los soles de la vida, de brazos nervudos y vigorosos; aunque no es muy grande, si la supera a ella en estatura;  viste una hermosa camisa de leñador, decorada a cuadros verdes en tonalidades claras y no logra ocultar su timidez.
 La gente empieza a descender y una vez abajo, mientras el policía se aleja ordenando a otros autos que llegan, la chica vuelve a la carga preguntando a su ocasional contertulio qué hará, el hombre le explica que se trasladará a pie para utilizar el transbordo pues tiene experiencia en este tipo de sucesos y por tanto no esperará a que llegue la maquinaria a habilitar la vía y ante el comentario de la chica afirmando que  hará lo mismo, se ofrece a ayudarla.  Con la maleta de Angélica sobre uno de sus hombros  -cambiando de hombro alternativamente a medida que avanzan-  con su elegante maletín negro de ejecutivo suspenso en su mano;  Elicer, después de calzar una botas pantaneras de plástico, de polainas altas para proteger las mangas de los pantalones;  que lograra alquilar por mucho más de lo que valdrían si se compraran nuevas;  en asocio con unos carramplones de caucho áspero en forma de botín, que alquiló para ella;  que porta ahora en sus manos un bolso en el que empacó sus zapatos y sobre su cuello, a manera de escapulario, atados por los cordones los zapatos de él;  en marcha lenta hacen la travesía, siguiendo a un supuesto guía que después de recibir unas monedas decide emprender la marcha, por donde –según él-  el camino sea menos peligroso y accidentado y que después de un poco más de una hora, al volver a encontrar la vía, aprovechará las botas que los viajeros dejarán abandonadas y las revenderá nuevamente, mientras los viajeros, calzados ahora con sus propios zapatos abordarán los autos de la “Güitara”, que es como se llama la flota de taxis que aprovecha ese agosto y presta ese servicio, cobrando un precio abusivo en razón a las circunstancias.  Dentro del auto,  -un moderno Ford 61 de potente motor de ocho en “ve”-   Angélica no para de hablar, le cuenta a su acompañante y benefactor que es médica de la Universidad Central, de Quito, en el Ecuador; y que gracias a las relaciones e influencias de su abuelo  -El gran Anselmo Restrepo, el mejor abuelo del mundo-  quien se apersonó no sólo de sus estudios;  sino también, de que una vez terminada la carrera se la avalarán aquí, en su país.  Por eso deberá cumplir con un año de trabajo internada en el Hospital San Vicente de Paul de Ipiales y una vez cumplido ese requisito, podrá atender su consulta particular en la ciudad de Tuluá, de donde son oriundos.  Hija de un malogrado matrimonio, frustrado e insoportable, entre un borracho y una ilusa muchacha de la alta esfera social de Tuluá;  su abuelo protegió a su madre y con ella a sus dos nietos, se hizo cargo siempre de resolver sus necesidades y los sacó adelante.  Su Hermano es ahora un docente bien acomodado;  y ella, aspira a que podrá ejercer su medicina, después de que le sea homologada, para lo cual sólo le falta el requisito insoslayable de hacer lo que llaman el año rural.  En su larga y amena exposición no deja duda que su abuelo es de verdad su “Angel de la guarda”,  lo que lleva a Elicer a pensar cómo todos en la vida tenemos un tío o un abuelo o alguien que por satisfacer su alter ego, nos saca de la mierda de vida que nos ha tocado en suerte y nos ayuda a lamer nuestras heridas y peladuras hasta sanarlas;  acomodándonos en una suerte de  “otra vida”,  que asumimos como al descuido y que nos lleva a descubrirnos, a dar y a obtener lo mejor de nuestra potencialidad.  Al llegar al cuadradero de los autos, ya dentro de la ciudad, Elicer sufraga el costo del transporte de ambos, impresionando aún más a la chica  -porque un hombre que escucha atento y que paga las cuentas, según ellas, alcanza la categoría de inolvidable-  y se despide, dándole instrucciones al motorista que lleve a la chica hasta el Hospital.
¿Cuánto sufrió la pequeña Angela por su descuido de no haber tomado nota de su nombre?   De verdad se trasnochó muchas noches y se  “elevó”  muchos días pensando en ese joven fuerte y apuesto del que no recuerda su nombre y se fustiga porque teme la posibilidad de que ni siquiera le haya dado la oportunidad de mencionarlo, “es que hablé demasiado”  -se recrimina-.   Desde la mañana siguiente a la tarde de su arribo al Hospital va vestida con la ilusión de practicar lo que con tanta enjundia aprendió.  Con un enorme delantal de un tono verde claro, que la cubre desde el cuello hasta las rodillas, puesto sobre sus ropas formales, deambula por los corredores, se introduce ágil en los cuartos, raya el papel en los formularios, opina, discute y cada veinticuatro horas sale rendida hacia su residencia, que no es más que un cuarto medianamente cómodo en la misma edificación del Hospital; duerme a pierna suelta y alterna su tiempo con la lectura de los temas que le son obligatorios por su trabajo; bebe café, jugos de frutas, ingiere panecillos,  tortas, filetes o ensaladas y él ahí, danzando, bailando en su cabeza, mostrando su tímida sonrisa, diciendo con voz firme sus opiniones;  mirándola desde sus ojos profundos y cercanos, como los ojos de las aves de presa; mostrando su preciosa dentadura, la tonalidad morena de su piel.   ¿Cuántas veces su optimismo no ha sufrido el duro golpe de descubrirse pensando en aquel desconocido y al caer en cuenta que ni siquiera sabe su nombre se castiga por ello?  Cuántas otras aquel muchacho le ha impedido concentrarse en su trabajo y desear que a la final el tiempo permita que ese episodio sea superado y la torpeza que aquel día impidió  que llegaran a pronunciar sus nombres sea olvidada?.   A veces sale a dar un paseo por las cercanías y se descubre husmeando todo con el íntimo deseo de encontrarlo;  atenta mira descuidadamente a los hombres deseando íntimamente que alguno tenga ese maletín ejecutivo en sus manos, su camisa de leñador a cuadros verdes y tenga su rostro y su tono moreno;  pero no, es vano todo esfuerzo, perdida toda esperanza.  A manera de  consuelo  -un consuelo amargo-  se dice que tal vez el hombre era un viajero, cumplió con su agenda y se marchó;  y, por esa razón no se lo ve por ahí, por eso no logra tropezarlo en ninguna parte. 
El tiempo corre lento pero sin interrupción, es un río que perezoso se desplaza por los meandros de la vida y poco a poco en su discurrir sereno arrastra lentamente las cosas que encuentra a su paso y las sepulta en oleadas de cosas nuevas que inexplicablemente llamamos “olvido”; y que, aunque están ahí, sufren una suerte de invisibilidad, un sortilegio que permite que estén latentes, que palpiten al compás con nuestro corazón, pero que no tallen ni produzcan escozor.  Con la multiplicidad de entretenciones y obligaciones que día a día Angela debe enfrentar, el  “olvido”  pareciera estar ganando la partida; aunque allá en el fondo, se hace fuerte y echa raíces un recuerdo; y, tiene detonantes que  lo hacen explosionar como oleadas de luz en su imaginación, como cuando llega un herido calzado con botas pantaneras de pernera alta o cuando se escucha decir que se taponó la vía;  entonces una nueva oleada de nostalgia arremete contra su tranquilidad y vuelta a concentrarse en el trabajo para alejar ese fantasma. 
Coincidiendo con las vacaciones del calendario estudiantil del interior del país, que era diferente al de las regiones fronterizas;  don Anselmo Restrepo  -su abuelo-  en unión con su madre y hermano han llegado a hacerle una visita, a conocer el lugar dónde vive y trabaja, a decir presente ante el llamado a la lista de sus afectos.  En un hermoso campero “Nissan Patrol” de cabina dura, hermoso color y gran potencia, llegan a la población empezando a anochecer.  En el hotel les proveen el parqueo y esa noche Angela logra ser sustituida por una compañera, para atender a su familia y poder también dedicarles el día y la noche de mañana.  Temprano en la mañana salen con el abuelo a buscar ayuda pues el vehículo presentó un calentamiento que lo obligó a hacer paradas en el camino;  el viejo es avezado en estas lides y primero consulta con el concesionario y luego va a un taller que dice estar homologado por la marca; ante su consulta un joven mecánico le explica que la correa debió estirarse o seguramente se aflojó el tensor y que es por eso el calentamiento y le sugiere comprar la correa, cambiarla y dejarla debidamente tensada y para tal fin, mientras él hace el desmonte necesario  -acompañado por el joven profesor, que vigilará atento esa labor-  el viejo y las dos mujeres van a un almacén de repuestos  “genuinos”  recomendado por el mecánico y bingo;  dentro del almacén, en una oficina enmarcada en paneles de vidrios panorámicos  -para permitir la visibilidad de todo el establecimiento-  hay tres señores hablando animadamente.  El corazón de Angela dio un vuelco tremendo a manera de aviso y ella sólo tuvo ojos para uno de aquellos contertulios, que al identificarla se irguió sobre sus pies y se precipito hacia ella y en un tierno abrazo, sin palabras se saludaron.  Ella sin poder disimular su turbación dice a su abuelo y a su madre que éste es el joven de que les habló, cuando les narró la aventura del transbordo en la vía y escucha, como una cascada de música, como el vibrar de una vihuela o un violín el nombre impronunciable, el nombre amado y desconocido:  Elicer Sandoval, un servidor;  estrechan las manos y sus palabras frescas y conciliadoras agregan que ella exageró, que no hay tal héroe y los dos hombres se trenzan en una charla informal, de esa suerte de diálogo que se da cuando hay empatía, cuando sin arrogancia ni grosería se charla simple y largamente.    










martes, 18 de octubre de 2016

ADOPTADOS (cuento)

ADOPTADOS   (Cuento)
El hombre llegó al anochecer.  Todo estaba iluminado por una luna llena, plena, total;  como un inmenso farol alumbrando los campos, llenando de luz amarillosa los caminos y los surcos de los cultivos;  lo pude ver.  No habíamos caído en la cuenta del tiempo transcurrido y eran cerca de las nueve de la noche.  Mamita  -nuestra abuelita-  había abandonado desde hacía rato su silla abollonada y con atril, donde suele mantener al alcance de su mano su pequeño librito de hacer oración;  por cualquier razón esta noche no nos conminó a rezar con ella y lo hizo solita.  Luego, de pies en la cocina, tomó chocolate aromatizado con canela y se dirigió al cuarto donde duerme cómoda y tranquila. Allí, incluso, hay otra cama mullida y tibia, que se usa para el reposo de parientes o visitantes.  Cuando la dulce viejecita fijó sus ojos mansos en cada uno de nosotros, para en voz alta, desearnos buenas noches y dirigirse a pasos lentos a sus aposentos, oímos el llamado tenue de un extraño:  “Adiós, adiós… ¡Buenas noches!”  decía con voz insegura un visitante o posiblemente un peregrino.  Cucha, nuestra linda perrita terranova, de hermosa cabellera blanca y larga cola de pelo abundante -como cola de zorra- salió de su cálido escondite al pie de la enorme estufa de leña, dando ladridos de advertencia al viajero que arribaba.  Todos a un tiempo miramos desde el amplio corredor y vimos a un hombre, con un niño pequeño asido a una de sus manos.  “Adiós”  repetía el hombre, mientras mi papá se adelantaba por el caminillo de piedra mediana, hasta la verja de hierro y madera de la portada, a franquearle el paso.  Mamita, que no atinó a llegar a su cuarto se regresó sobre sus pasos y dijo en voz alta y autoritaria:  “Hagan seguir a ese paisano”. Papá lo invitó a entrar y el señor, prudente,  esperó hasta que hubo cerrado de nuevo y lo siguió con pasos tímidos e inseguros.  El pequeño, asido a la mano firme del que creí era su papá, con la mirada baja, como avergonzado, se limitaba a sonreír nervioso.  En una taza esmaltada y florecida, mamita desmenuzó  arepa de choclo y queso y la completó con chocolate caliente, haciéndole una deliciosa sopita, colocándola al alcance de su mano, mientras con sus dulces palabras lo invitaba a degustarla; el niño, con una cuchara reposaba la bebida y sorbía a pocos, mientras mamita dulcemente le decía ternuras.  Un poco más retirado, su papá en el comedor, bogaba chocolate y mordisqueaba arepa y queso, soportando las miradas curiosas de todos nosotros.   Tal vez porque ya era tarde, aquel hermoso niño se quedó dormido en el regazo de mi anciana abuela que no disimulaba la felicidad de acunar contra su pecho a aquel pequeño flacucho que terminó abrazado a su cuello tibio.  La viejita se levantó con el muchacho en sus brazos y en silencio se internó en su cuarto.  El hombre, que ya había terminado de consumir su improvisada cena recibía tímidamente un cigarro que papá le ofreció y simultáneamente le respondía a sus palabras, la mayoría de ellas, de interrogación.  Sin hacerme muy evidente, para evitar ser reprendido, estuve atento a las palabras del pobre señor y comprendí que eran sobrevivientes de una matanza o alguna suerte de ataque en su lugar de origen, que según entendí era muy lejos; al otro lado de la cordillera, tal vez algún caserío azotado por la violencia.  De pronto cayeron en cuenta de la ausencia de mamita y el muchachito y entonces mi madre fue solícita al cuarto de mi abuela, para regresar al rato a decirnos que la halló velando el sueño del angelito, después de limpiarlo con un pañal mojado en alucema le destinó un rincón en la cama para huéspedes y que también expresó que no veía problema a que aquel forastero amaneciera en su cuarto, en aquella cama, junto al que ella también creía, era su hijo.

Al amanecer del siguiente día, el golpe monótono y fuerte de hacha, como el ladrido de un perro ausente, me despertó.  Apenas empezaba a clarear y la neblina corría en presurosa fuga sobre las colinas que conforman el horizonte de nuestra casa de campo, que orgullosa sobresale en medio de los jardines que la rodean; el visitante está picando y amontonando la leña y yo, corro a su lado a ayudar y a escuchar, pero nada dice.  Mi abuelo, ya finado, construyó esta hermosa estancia y mi abuela, junto con mi padre se encargan de mantenerla erguida.  Otros tíos y tías viven fuera  -en la capital-  tienen establecimientos comerciales y acogen para educar a sus hijos y parientes  -ahí iré yo el próximo año, a hacer la secundaria-  Después de terminada la labor con la leña, pasamos a desayunar en el comedor de la cocina; y allí, papá le dice que se quede, que lo empleará, pues tienen trabajo, haciendo unos huecos para cercar potreros y el hombre visiblemente agradecido responde afirmativamente.   ¿Durante cuánto tiempo este buen hombre vivió con nosotros?  No lo sé con precisión.  Yo iba por temporadas a la hacienda, en esos intervalos de descansos que periódicamente interrumpen las labores escolares, a mediados a o finales de año.  Vi crecer al niño, que finalmente quedó –como un miembro de la familia-  a los mimos y cuidados de mí mamita.   El que siempre creyó, era su papá, se acomodó desde que llegó, a vivir en una casita aledaña a la gran casa de la hacienda, provista de cuarteles para trabajadores y de cuartos para herramientas e insumos propios para los trabajos de la estancia;  allí vivía un agregado y su familia y con ellos arregló la alimentación. El mismo, sábados o domingos, lavaba y arreglaba sus ropas, era muy juicioso y callado y casi nunca salía al pueblo cercano, donde suelen ir los demás señores que habitan, así sea de manera ocasional o ambulante estos lugares; pasaba con su niño estos dos días y aunque también en semana se veían, era en sábado y domingo cuando estaban más unidos, me llamó siempre la atención ver una muñeca gorda, de gruesas y torcidas piernas y cara rosada como un tomate a punto de lograr maduración; revuelta cuidadosamente, cómo presidiendo la asamblea de todos los burdos juguetes de madera que el papá le hacía, pequeños animalejos o carretes improvisados en los que se había agotado el hilo de mi abuela y mi madre coser;  don Elías  -ese era su nombre-  le pasaba por el orificio una banda de caucho sostenida en un palito redondo y corto con el que daba cuerda y al otro lado le ponía un cabito de vela pequeño, que tal vez, porque se calentaba al friccionarse, favorecía el desenvolvimiento de la cuerda y el carrete andaba, lento y perezoso.  Tampoco llegué a verlo participar de corros o grupos en las tardes o noches  con los otros trabajadores.  Unos años después, cuando ya cerca de terminar mi bachillerato, andaba por los dieciséis años y estaba como en quinto grado, en unas vacaciones, fuimos a la parte alta de la hacienda, a un lugar llamado  “Tierrafría”  donde se tienen muy buenos pastizales, extensos y fértiles, en una brigada con mi papá y cuatro trabajadores más, a castrar unos terneros que ya estaban en edad de cambiar de dehesa y empezar a cebarlos;  por alguna razón que ahora se me escapa de la memoria, nos quedamos con don Elías entorno al fuego, tomando café y hablando, acerté preguntarle por su origen y por su situación;  con el rostro tenso, conmovido, casi que en un rictus de terror, el hombre se despachó con el siguiente relato:  “Rosamaría, mi mujer;  Rosita, mi pequeña hijita  -que hoy anduviera en los diez años-  y yo, vivíamos en una finca de un hombre rico en la parte alta y montañosa de Ceylan.  Una noche  -a media noche-  nos despertó una brutal cabalgata que vino a detenerse en el patio empedrado de nuestra casa, sonaban tiros, insultos y cascos de caballos herrados, rastrillados contra el suelo;  los perros con sus ladridos exagerados parecían anunciar el horror del infierno que se nos venía encima.  Con mi mujer corrimos a guarecernos en una caleta que teníamos al pie del botadero de la cereza de café.  La niña, asustada, con su llanto nos delató y los asaltantes nos vaciaron sus armas en ráfagas barredoras, yo alcance a tirarme al suelo, pero ellas dos quedaron en el piso abaleadas y muertas en el acto.  Yo, cogí la muñeca que por alguna razón quedó tirada a mi lado y emprendí la huida cafetal abajo; de hecho, aún la conservo y la cargo en mi maleta a donde quiera que vaya.  Corrí sin rumbo cierto y sin detenerme hasta encontrarme una quebrada, allí cambié de rumbo y al paso, seguí su cauce hasta que al amanecer llegué a un puente colgante, al que identifique como el puente del cruce de caminos de Puerto Frazadas y La Moralia, a partir del cual, ya hay una carretera que desciende hasta el pueblo de La Marina.  En la pata de ese puente me encaleté a esperar que se hiciera de día, entonces ya orientado me devolví por el amplio camino hacia la que fuera mi casa.  Llegué al empezar la tarde;  lo primero que hice fue mirar los cadáveres de mis seres amados, mi mujer y mi niña; y lamentaba qué no hubo un tiro para mí.  Después de llorar copiosamente y acariciar sus rostros fríos, fui a la casa y traje una cobijas y abrigué mis dos amadas Rosas,  Rosamaría, mi mujer, tan joven, tan buena, tan cariñosa y Rosita, mi pequeñita, mi niña amada que asustada con sus gritos tremendos provocó la balacera que les cegó la vida y que para mi desgracia no me alcanzó.  Empecé a cavar el suelo blando y de pronto me vi acompañado por otros vecinos que en turnos alternadamente me ayudaban a hacer la fosa, hasta que satisfechos con la profundidad, depositamos los cadáveres, así envueltos en cobijas como estaban.  No lloré, no acertaba a comprender lo que me decían o hablaban entre ellos, sus voces me sonaban roncas, estrepitosas y molestas.  Cuando el enorme hueco se tragó a mis amadas y las tape con tierra removida, casi amanecía;  me senté con las manos sobre la cara, a un lado, en la cepa del que fuera un árbol de regular tamaño, que hacía más bien poco habíamos derrumbado para sacar tablas y su raíz ahora me albergaba, me servía de sentadero; miraba casi sin parpadear el montículo de tierra removida a cuya cabecera uno de los vecinos solidarios colocó una cruz de palos redondos, atados con una cuerda en el centro;  yo no levantaba la mirada y los vecinos, pacientes y solidarios se alejaron dejándome en medio de mi mutismo.  Amanecía, y yo ahí, con la muñeca abrazado y teniéndome la cara con las manos; empezó a llover, entonces me adentré en la casa y me tumbé sobre una cama dejando a un lado la muñeca gorda de mi niña y lloré sin medida, sin consuelo, sin interrupción.  No puedo precisar el tiempo pero desperté con la luz del día, con la muñeca asida a mi mano y como si no tuviera conciencia de lo que hacía, tomé el camino hacia arriba, hacía la cordillera, hacia la alta montaña, caminé como creo que lo harán los que tienen los pies entre grilletes, o sujetos a cadenas, a rastras pesadas y torpes; a veces en medio de la caminata lenta y penosa me sorprendía llorando y entonces me calmaba; en corrientes de aguas frescas y generosas bogaba y lavaba mis manos y mi cara y reemprendía la marcha; a ratos dormitaba entre el rastrojo y así llegué a la cima de la montaña, lo que llaman la Línea, en el pueblo de Ronces Valles; no me detuve, pasé por un lado y continué mi marcha, ahora en descenso, vine a dar a un pequeño caserío al que llaman las Frías  -no sé el motivo-  me detuve más delante de allí, en una finca donde unos jóvenes estaban cuajando leche en largas canoas de madera, para luego vaciar la cuajada en moldes de madera y volver a llenar las canoas con leche fresca y agregarle cuajo.  Como si fuera un fantasma que ni siquiera logra asustar, me ignoraron y yo me acerqué a tomar de ese suero que sale por las hendijas de la madera, recogiéndolo entre las manos y bogando con ansias, de esa bebida fresca y grasienta, ligeramente salada y cremosa.  Me introduje a un lado, en un cuartucho sin puerta donde tienen una cantidad de hojas de anisillo, seguramente para empacar quesos pequeños, porque los grandes viajan en costales de estopa;  allí me dormí hasta el atardecer, un aguacero trepidante me arrancó de mis sueños y entonces vi aquel chiquillo flaco y triste, sentado a un lado de la puerta, mirándome sin pestañear, me acerqué y vi que tenía en su carita menuda los rastros de largas lloradas, lágrimas y babas secas en costras superpuestas que me indicaban que como yo, estaba llorando hacía ya mucho tiempo.  Lo cogí por ambas manos y suavemente lo introduje al tendido de hojas aún tibias, del que me acababa de levantar y allí lo acosté y le dije que se durmiera que yo lo cuidaría y que si alguien venía en su búsqueda, yo le diría dónde estaba.   Más tarde al despertar me llamó papá, yo lo miré y tuve intenciones de aclararle de una vez que yo no era su padre, pero se abrasó a mis piernas y sentí sus manos flacas y débiles; y, escuché que insistía en decirme papá y no tuve el valor de sacarlo de su error.  Como ya el amanecer era inminente y los muchachos de los quesos ya llegaban, salí de aquel cuartucho y en una de esas enormes canoas que rodean los corredores de esa casa, llenas de leche cuajada, con las manos cogía pequeños trozos y le daba al chico y comía también yo, en un rincón de ese corredor había un costal de cabuya con un machete encubiertado, un trozo de manta, a manera de cobija y unos cuadros de panela, lo tomé como si fuera mío y dentro de él deposité a mi compañera de viaje, la muñeca gorda de cara sonrosada de mi niña.  Uno de los muchachos cuajadores se armó de valor y me saludó y me ofreció café, en una vasija de totumo;  bogué con avidez y le ofrecí al niño,  el joven me pregunto si ese niño era mi hijo y yo le dije que lo era; el niño asentía con la cabeza y sonreía.  Luego lo tomé de la mano y con el costal de estopa al hombro tomamos el camino del descenso.  A ratos interrumpíamos la marcha y comíamos panela y queso y en un descanso de esos le pregunté por su madre y por el lugar donde vivían y él con dificultad me dijo que todos eran muertos, que sólo él logro escapar a la matanza y que se vino por ese camino a encontrarse con su papá, pues siempre, todos los días esperaba su regreso.  “Papá, mi mamá me decía siempre, espera que tu papá aparecerá por ese camino algún día”.  Por eso tomó por ahí en la huida y por eso se detuvo a esperar que despertara cuando me vio, para preguntarme si yo era su papá y yo le dije que lo era porque no fui capaz de negarme a darle una familia en reciprocidad a su generosidad de adoptarme como su papá”.

jueves, 28 de enero de 2016

SEMBLANZA BIOGRAFICA DE OMAR RAYO


OMAR RAYO  (Semblanza biográfica)

Nadie, tal vez ni el más avezado ciudadano del pequeño y caluroso pueblo de Roldanillo en la década del 30, en el siglo pasado, acertaría a imaginar que ese chico larguirucho y de mirada felina que paseaba su humanidad por las polvorientas calles de la población era un genio;  ni siquiera su padre que constantemente le recriminaba por entretenerse haciendo dibujos y garrapateando el papel mientras él domaba y pulía el cuero.  Omar el mayor de sus hijos ayudaba en el taller, de hecho aprendió a hacer aperos y monturas y quién sabe si hasta tallaría el cuero con el buril o la lezna para hacer gravados;  su principal aporte era cuidar el taller en las noches  -no dormía en su casa con el resto de la familia, lo hacía como vigilante en el taller-   de aquella época sobreviven algunos dibujos y caricaturas elaboras sin técnica pero con la genial magia del talento innato.  Su papá lo reprendía y de esas reprensiones sobrevive en la familia una frase encantada que a la postre resultó cierta:  “Omar, será que vas a vivir de esos dibujos”, y así fue, llegó a hacer de esto una profesión y a vivir de ellos desatendiendo la recomendación de papá de dedicarse a algo supuestamente más útil.    Por el año 47 llegó a Bogotá, a tocar puertas;  llevaba bajo el brazo un paquete de caricaturas y un certificado de graduación de una escuela Argentina de dibujo por correspondencia, que en justicia por su enorme talento, lo declaraba como su gestor y embajador en Colombia.  Todas las puertas de editoriales importantes estuvieron cerradas a su solicitud;  sin embargo, nacía apenas el que llegó a ser después un importante periódico: “El Siglo”; y, allí encontró acomodo y poco más de seis años se hizo famoso y arrasó con los premios en todo el país; en aquella época desarrolló “El Bejuquismo”  que fue una técnica exclusiva en la que desde los cuerpos de los árboles daba rienda suelta a su imaginación creando formas antropomorfas o zoomorfas o inclusive alegóricas, que le valieron grandes reconocimientos y premios.  Con la llegada de la “violencia”  regresó al pueblo que lo vio nacer una mañana fresca del 20 de enero de 1928; a Roldanillo, un villorrio a orillas del río Cauca, de vocación agrícola y ganadera y casi sin importancia.  Ya era famoso y reconocido.
De sus amigotes en Bogotá  -que fueron todos los intelectuales importantes de la época-  el más cercano y más querido, el que hoy podríamos llamar su gran amigo:  León de Greiff. Poeta, soñador, locuaz y aventurero;  justamente a él, le compró un Ford 48 en el que se fue de periplo por el sur;  se fue solo a aprender, a conocer a suramérica, a parar en cada pueblo, a escuchar y aprender.  De esa época contaba con grandes risotadas una anécdota que bien vale la pena revelar aquí:  El embajador de España en Colombia  -quien era su amigo y admirador-  se lo quiso llevar a Europa a estudiar becado y Omar rechazó esa oportunidad, con el argumento de que quería primero conocer a su madre –América-  y después conocería a su abuela  -España-  esto fue tan mal recibido por el embajador y le causó tal disgusto que el diplomático se enfureció y lo insultó de la manera más vulgar.
Omar Rayo era como una esponja sedienta de conocimientos, en cualquier lugar a su paso por los pueblos de América donde leía un aviso que anunciaba una escuela en la que enseñaban cualquier cosa se inscribía y conocía y aprendía de todo.  Uno de sus más entrañables amigos fue Jorge Amado  -escritor Brasileño-  con él conoció Salvador Bahía y otros estados y ciudades del gran país del sur;  de él aprendió esta frase de la que hizo un mantra para su vida:  “Si quieres ser feliz, no tengas éxito”  -tal vez por eso a pesar de su enorme éxito, nunca fue presumido-  También gracias a el padre de “Gabriela, clavo y canela”, conoció a Neruda; con él trabó buena amistad, compartieron mucho de su arte y enriqueció su experiencia. 
En Buenos Aires, se hospedó en una sencilla pensión donde habitaban muchos gatos –una cantidad enorme-  y de ellos aprendió lo que es la discriminación: observaba como las señoras del vecindario les colocaban los alimentos y los gatos, por grupos totalmente discriminados primero los más jóvenes y fuertes; luego  los menos, hasta que les tocaba el turno a los más viejos y cicatrizados o enfermos; y finalmente las gatas; pasaban a comer sin mezclarse, respetando esa selección aparentemente caprichosa. De esa experiencia trajo más de cuatrocientos dibujos de gatos en todas formas caprichosas y raras, bellas láminas de felinos que aún hoy se exhiben en los salones para el asombro y gusto de los visitantes.  Después fue a México, allí habitó por poco más de tres años, de su estadía en ese bello y sorprendente país conservó grandes amistades entre los poetas y artistas de la época;  y fue allí, donde desarrolló una nueva técnica: “El repujado en alto relieve”  A partir de lo que los Italianos llamaban “Intaglios” y que ya estaba en desuso; técnica que también fue de su exclusividad:  Mojaba el papel, cartón o lo que fuera que deseara aprovechar, los metía al torque (una sencilla prensa lograda a partir de dos láminas y un tornillo sinfín) y al pasarlos por él, torcidos como si los fuera a exprimir o con agregados que iban desde objetos cotidianos como ganchos, pinzas para el cabello y pequeñas y sencillas piedras, el papel o el cartón salía al otro lado como si lo hubieran repujado en alto relieve o como si hubiera sido tallado.  En ese país acogedor comprendió que la geometría está en todo y que sencillamente sin ella la vida sería “imposible”  ya que el universo mismo reverencia la geometría como un principio básico de las relaciones entre los cuerpos, lo que no es nada diferente a la vida misma.  
Sus formas Geométricas y sus trabajos repujados en alto relieve cobraron gran importancia una vez radicado en Nueva york;  suponía él,  -así lo argumentaba en las entrevistas-   que tal vez por lo gigantesca de la ciudad, por su arquitectura monótona, sus construcciones de formas frías y seriadas –deshumanizadas-  se prendó de los colores básicos: “El negro y el blanco”, que pasaron a ocupar un lugar protagónico en sus trabajos de pintura y escultura.  Hizo del gran país del norte su casa, se movía como pez en el agua en sus salones y galerías, daba conferencias y disertaciones en claustros universitarios y en salones afamados;  mercadeó sus obras y aumentó en grandes, grandísimas proporciones el caudal de su fortuna.  Sin perder su habitat allí, volaba a Europa donde se convirtió en  “Vedette”  invitado a todos los acontecimientos importantes.
Ya cerca del final de siglo -1981-  a poco tiempo de redescubrir su patria chica, después de haber viajado por todo el mundo, teniendo su residencia en Nueva york pero almorzando en París o cenando en Berlín o Roma, itinerante con su obra por las principales galerías del planeta, fundó en su pueblo natal –Roldanillo-  el museo de arte que aún engalana nuestra geografía nacional y que lleva su nombre como un testimonio de su importancia y de su generosa intensión de llevar cultura y lúdica a sus paisanos y compartir con ellos algo de su progreso.     También en esa época recuperó  -según sus propias palabras-  el color.  –Lo había perdido al afincarse en los Estados Unidos-  Volvió a ver y a disfrutar el verde intenso, el rojizo de los ocasos y el azul del cielo tropical limpio y profundo.  Sin abandonar sus formas geométricas volvió a darle color a su trabajo y llegó inclusive a formular su famosa teoría del color amarillo en la cual afirmaba que ese color fue el primer color que reconocieron los primeros pobladores de la tierra y que acompaña al hombre desde la prehistoria hasta hoy en el Maíz  -aliado básico en nuestra alimentación-  y cuyo color Omar Rayo resaltaba como la mejor y más hermosa expresión de amarillo.  También apoyaba su teoría de dicho color en esos preciosos colores de los ocasos sobre occidente en las tardes vallecaucanas, cuando el astro pareciera sumergirse en el océano y su reflejo sobre el agua simula un incendio caluroso y asfixiante que contrasta con los arrebolados colores de amarillos incandescentes y tonalidades grises sobre un fondo de cielo que rápidamente se oscurece, en ocasos de tiempos cortos y fugaces que inspiraban a los pintores y fotógrafos en esa época y que hoy, a pesar de ser comunes por la facilidad de captarlos, aun nos descrestan y nos deleitan.

En el 2010, un día doce de Junio –a 82 años de edad-  y todavía activo y participativo dejó de existir en la ciudad de Palmira.  Lo sobreviven sus magníficas obras, el monumento a su memoria que es el museo Rayo en su Roldanillo natal, su esposa, doña Agueda Pizarro que lo regenta;  y su hija, Sara, que tratando de imitarlo tal vez, funge como pintora; además de su nieto Mateo, que seguramente estará preparándose para asumir el legado de tan importante artista.

miércoles, 13 de enero de 2016

CONTINUANDO CON LA LINEA "AL COMPÁS DE UN TANGO"  COLOCARÉ EN ESTE BLOG UN POEMA HERMOSO  -UN HERMOSO DESVARÍO-   QUE NACE DE LA PERMANENCIA EN LA MEMORIA DE UN HERMOSO TANGO DE CARLOS GARDEL LLAMADO  "MATALA".  HAGO AL FINAL UNA RESEÑA BIOGRÁFICA DEL POEMA, DISFRÚTENLO:




-          DESVARIO –    (12)
-           


Quisiera en un momento de locura,
Tomar su cuello tibio y estrujarlo
Asido entre mis manos y quebrarlo.
Yo debiera matarla…….
Atravesar su pecho erguido y palpitante
Con una espina larga, seca y fina,
Y sentarme a mirar cómo se desangra,
Cómo se le va la vida…….
En una roja borrasca sumergida.

Llevarla luego sobre mis hombros
A un lejano campo, de hierbas florecido,
Y con madera fina, perfumada,
Hacer una gran pira y calcinarla
Ofreciéndola en holocausto a los dioses,
Sacrificarle su memoria al del olvido.
Esparcir su recuerdo, en humo convertido,
Y luego retirarme……..
Vagar sin rumbo y sin destino……
Trasegar caminos ya perdidos,
Para ir a morir en brazos del olvido.

Beber la pena en cuencos de cerámica,
En coctel de miel amarga
Con polen del panal de amarga vida,
Que corre como un tósigo maldito
En los meandros del río del destino,
Allá, en el edén de los perdidos.

Bajar luego a la sima profunda de la vida
Y ahogarme en su pantano sumergido,
Perderme en la penumbra de la noche,
Que horrenda y feliz…
desaparece a los que pisan su camino.
Y morir con su recuerdo atragantado
Entre las fauces, como un gemido.

Matarla, estrangularla, arrojarla…..
Que desaloje mi pecho malherido,
Borrarla para siempre de mi mente,
Que se pierda sepulta en el olvido.
Pero ya ven…… es inútil…..
Aunque se fue, su recuerdo sigue vivo
Y yo abrazado a él…
¡Muero por la pena consumido!




Diciembre 8 /2013  Este bello poema, que en realidad data de tiempos muy lejanos, me lo inspiró el tango “Matala”  de Carlos Gardel.  Canción que me obsesionó desde que la conocí, allá en Armenia, en el 73/74, cuando me ocupé como conductor de taxi.  El número 22 de Taxpáramo, un Zastaba del 72 era mi carro y en la guantera había una cantidad de casetes en el que sobresalía uno de Gardel en el que estaban temas hermosos como “La entrerriana” “Sólo se quiere una vez” y este tema.  Cuando finalmente entregué ese carro a su dueño,  para regresar a Buga, aunque el casete quedó en él, las canciones venían y están aún en mi prodigiosa memoria.  Tuve la fortuna de hacer amistad con Hugo Ayala, un coleccionista de música, con el que alguna vez  tocamos este tema y sorprendido de que yo conociera temas tan viejos y olvidados, los desempolvó y me grabó un casete; cómo bebimos, cuánto trago tomamos;  Ya eran los años 90 cuando garrapatié en el papel este tema, que ahora pulí y pongo en consideración de todos los que me escuchan, con gusto,  pero con el consabido temor,  pues reconozco que puede sonar agresivo; en esta época, en la que se ha ganado tanto en cuanto al respeto y al trato con los demás, sobre todo con las damas, a las que no se las debe tocar, ni con el pétalo de una rosa.