ADOPTADOS (Cuento)
El hombre llegó al anochecer. Todo
estaba iluminado por una luna llena, plena, total; como un inmenso farol alumbrando los campos,
llenando de luz amarillosa los caminos y los surcos de los cultivos; lo pude ver.
No habíamos caído en la cuenta del tiempo transcurrido y eran cerca de
las nueve de la noche. Mamita -nuestra abuelita- había abandonado desde hacía rato su silla
abollonada y con atril, donde suele mantener al alcance de su mano su pequeño
librito de hacer oración; por cualquier
razón esta noche no nos conminó a rezar con ella y lo hizo solita. Luego, de pies en la cocina, tomó chocolate
aromatizado con canela y se dirigió al cuarto donde duerme cómoda y tranquila.
Allí, incluso, hay otra cama mullida y tibia, que se usa para el reposo de
parientes o visitantes. Cuando la dulce
viejecita fijó sus ojos mansos en cada uno de nosotros, para en voz alta,
desearnos buenas noches y dirigirse a pasos lentos a sus aposentos, oímos el
llamado tenue de un extraño: “Adiós,
adiós… ¡Buenas noches!” decía con voz
insegura un visitante o posiblemente un peregrino. Cucha, nuestra linda perrita terranova, de
hermosa cabellera blanca y larga cola de pelo abundante -como cola de zorra-
salió de su cálido escondite al pie de la enorme estufa de leña, dando ladridos
de advertencia al viajero que arribaba.
Todos a un tiempo miramos desde el amplio corredor y vimos a un hombre,
con un niño pequeño asido a una de sus manos.
“Adiós” repetía el hombre, mientras
mi papá se adelantaba por el caminillo de piedra mediana, hasta la verja de
hierro y madera de la portada, a franquearle el paso. Mamita, que no atinó a llegar a su cuarto se
regresó sobre sus pasos y dijo en voz alta y autoritaria: “Hagan seguir a ese paisano”. Papá lo invitó
a entrar y el señor, prudente, esperó
hasta que hubo cerrado de nuevo y lo siguió con pasos tímidos e inseguros. El pequeño, asido a la mano firme del que
creí era su papá, con la mirada baja, como avergonzado, se limitaba a sonreír
nervioso. En una taza esmaltada y
florecida, mamita desmenuzó arepa de
choclo y queso y la completó con chocolate caliente, haciéndole una deliciosa
sopita, colocándola al alcance de su mano, mientras con sus dulces palabras lo
invitaba a degustarla; el niño, con una cuchara reposaba la bebida y sorbía a
pocos, mientras mamita dulcemente le decía ternuras. Un poco más retirado, su papá en el comedor,
bogaba chocolate y mordisqueaba arepa y queso, soportando las miradas curiosas
de todos nosotros. Tal vez porque ya era tarde, aquel hermoso
niño se quedó dormido en el regazo de mi anciana abuela que no disimulaba la
felicidad de acunar contra su pecho a aquel pequeño flacucho que terminó
abrazado a su cuello tibio. La viejita
se levantó con el muchacho en sus brazos y en silencio se internó en su
cuarto. El hombre, que ya había
terminado de consumir su improvisada cena recibía tímidamente un cigarro que
papá le ofreció y simultáneamente le respondía a sus palabras, la mayoría de
ellas, de interrogación. Sin hacerme muy
evidente, para evitar ser reprendido, estuve atento a las palabras del pobre
señor y comprendí que eran sobrevivientes de una matanza o alguna suerte de
ataque en su lugar de origen, que según entendí era muy lejos; al otro lado de la
cordillera, tal vez algún caserío azotado por la violencia. De pronto cayeron en cuenta de la ausencia de
mamita y el muchachito y entonces mi madre fue solícita al cuarto de mi abuela,
para regresar al rato a decirnos que la halló velando el sueño del angelito,
después de limpiarlo con un pañal mojado en alucema le destinó un rincón en la
cama para huéspedes y que también expresó que no veía problema a que aquel
forastero amaneciera en su cuarto, en aquella cama, junto al que ella también
creía, era su hijo.
Al amanecer del siguiente día, el golpe monótono y fuerte de hacha, como el
ladrido de un perro ausente, me despertó.
Apenas empezaba a clarear y la neblina corría en presurosa fuga sobre
las colinas que conforman el horizonte de nuestra casa de campo, que orgullosa
sobresale en medio de los jardines que la rodean; el visitante está picando y
amontonando la leña y yo, corro a su lado a ayudar y a escuchar, pero nada
dice. Mi abuelo, ya finado, construyó
esta hermosa estancia y mi abuela, junto con mi padre se encargan de mantenerla
erguida. Otros tíos y tías viven
fuera -en la capital- tienen establecimientos comerciales y acogen
para educar a sus hijos y parientes -ahí
iré yo el próximo año, a hacer la secundaria-
Después de terminada la labor con la leña, pasamos a desayunar en el
comedor de la cocina; y allí, papá le dice que se quede, que lo empleará, pues
tienen trabajo, haciendo unos huecos para cercar potreros y el hombre
visiblemente agradecido responde afirmativamente. ¿Durante cuánto tiempo este buen hombre vivió
con nosotros? No lo sé con
precisión. Yo iba por temporadas a la
hacienda, en esos intervalos de descansos que periódicamente interrumpen las
labores escolares, a mediados a o finales de año. Vi crecer al niño, que finalmente quedó –como
un miembro de la familia- a los mimos y
cuidados de mí mamita. El que siempre
creyó, era su papá, se acomodó desde que llegó, a vivir en una casita aledaña a
la gran casa de la hacienda, provista de cuarteles para trabajadores y de cuartos
para herramientas e insumos propios para los trabajos de la estancia; allí vivía un agregado y su familia y con
ellos arregló la alimentación. El mismo, sábados o domingos, lavaba y arreglaba
sus ropas, era muy juicioso y callado y casi nunca salía al pueblo cercano,
donde suelen ir los demás señores que habitan, así sea de manera ocasional o
ambulante estos lugares; pasaba con su niño estos dos días y aunque también en
semana se veían, era en sábado y domingo cuando estaban más unidos, me llamó
siempre la atención ver una muñeca gorda, de gruesas y torcidas piernas y cara
rosada como un tomate a punto de lograr maduración; revuelta cuidadosamente, cómo
presidiendo la asamblea de todos los burdos juguetes de madera que el papá le
hacía, pequeños animalejos o carretes improvisados en los que se había agotado
el hilo de mi abuela y mi madre coser;
don Elías -ese era su
nombre- le pasaba por el orificio una
banda de caucho sostenida en un palito redondo y corto con el que daba cuerda y
al otro lado le ponía un cabito de vela pequeño, que tal vez, porque se
calentaba al friccionarse, favorecía el desenvolvimiento de la cuerda y el
carrete andaba, lento y perezoso.
Tampoco llegué a verlo participar de corros o grupos en las tardes o
noches con los otros trabajadores. Unos años después, cuando ya cerca de
terminar mi bachillerato, andaba por los dieciséis años y estaba como en quinto
grado, en unas vacaciones, fuimos a la parte alta de la hacienda, a un lugar
llamado “Tierrafría” donde se tienen muy buenos pastizales,
extensos y fértiles, en una brigada con mi papá y cuatro trabajadores más, a
castrar unos terneros que ya estaban en edad de cambiar de dehesa y empezar a
cebarlos; por alguna razón que ahora se
me escapa de la memoria, nos quedamos con don Elías entorno al fuego, tomando
café y hablando, acerté preguntarle por su origen y por su situación; con el rostro tenso, conmovido, casi que en
un rictus de terror, el hombre se despachó con el siguiente relato: “Rosamaría, mi mujer; Rosita, mi pequeña hijita -que hoy anduviera en los diez años- y yo, vivíamos en una finca de un hombre rico
en la parte alta y montañosa de Ceylan.
Una noche -a media noche- nos despertó una brutal cabalgata que vino a
detenerse en el patio empedrado de nuestra casa, sonaban tiros, insultos y
cascos de caballos herrados, rastrillados contra el suelo; los perros con sus ladridos exagerados
parecían anunciar el horror del infierno que se nos venía encima. Con mi mujer corrimos a guarecernos en una
caleta que teníamos al pie del botadero de la cereza de café. La niña, asustada, con su llanto nos delató y
los asaltantes nos vaciaron sus armas en ráfagas barredoras, yo alcance a
tirarme al suelo, pero ellas dos quedaron en el piso abaleadas y muertas en el
acto. Yo, cogí la muñeca que por alguna
razón quedó tirada a mi lado y emprendí la huida cafetal abajo; de hecho, aún
la conservo y la cargo en mi maleta a donde quiera que vaya. Corrí sin rumbo cierto y sin detenerme hasta
encontrarme una quebrada, allí cambié de rumbo y al paso, seguí su cauce hasta
que al amanecer llegué a un puente colgante, al que identifique como el puente
del cruce de caminos de Puerto Frazadas y La Moralia, a partir del cual, ya hay
una carretera que desciende hasta el pueblo de La Marina. En la pata de ese puente me encaleté a
esperar que se hiciera de día, entonces ya orientado me devolví por el amplio
camino hacia la que fuera mi casa.
Llegué al empezar la tarde; lo
primero que hice fue mirar los cadáveres de mis seres amados, mi mujer y mi
niña; y lamentaba qué no hubo un tiro para mí.
Después de llorar copiosamente y acariciar sus rostros fríos, fui a la
casa y traje una cobijas y abrigué mis dos amadas Rosas, Rosamaría, mi mujer, tan joven, tan buena,
tan cariñosa y Rosita, mi pequeñita, mi niña amada que asustada con sus gritos
tremendos provocó la balacera que les cegó la vida y que para mi desgracia no
me alcanzó. Empecé a cavar el suelo
blando y de pronto me vi acompañado por otros vecinos que en turnos
alternadamente me ayudaban a hacer la fosa, hasta que satisfechos con la
profundidad, depositamos los cadáveres, así envueltos en cobijas como
estaban. No lloré, no acertaba a
comprender lo que me decían o hablaban entre ellos, sus voces me sonaban
roncas, estrepitosas y molestas. Cuando
el enorme hueco se tragó a mis amadas y las tape con tierra removida, casi
amanecía; me senté con las manos sobre
la cara, a un lado, en la cepa del que fuera un árbol de regular tamaño, que
hacía más bien poco habíamos derrumbado para sacar tablas y su raíz ahora me
albergaba, me servía de sentadero; miraba casi sin parpadear el montículo de
tierra removida a cuya cabecera uno de los vecinos solidarios colocó una cruz
de palos redondos, atados con una cuerda en el centro; yo no levantaba la mirada y los vecinos,
pacientes y solidarios se alejaron dejándome en medio de mi mutismo. Amanecía, y yo ahí, con la muñeca abrazado y
teniéndome la cara con las manos; empezó a llover, entonces me adentré en la
casa y me tumbé sobre una cama dejando a un lado la muñeca gorda de mi niña y
lloré sin medida, sin consuelo, sin interrupción. No puedo precisar el tiempo pero desperté con
la luz del día, con la muñeca asida a mi mano y como si no tuviera conciencia
de lo que hacía, tomé el camino hacia arriba, hacía la cordillera, hacia la
alta montaña, caminé como creo que lo harán los que tienen los pies entre
grilletes, o sujetos a cadenas, a rastras pesadas y torpes; a veces en medio de
la caminata lenta y penosa me sorprendía llorando y entonces me calmaba; en
corrientes de aguas frescas y generosas bogaba y lavaba mis manos y mi cara y
reemprendía la marcha; a ratos dormitaba entre el rastrojo y así llegué a la
cima de la montaña, lo que llaman la Línea, en el pueblo de Ronces Valles; no
me detuve, pasé por un lado y continué mi marcha, ahora en descenso, vine a dar
a un pequeño caserío al que llaman las Frías
-no sé el motivo- me detuve más
delante de allí, en una finca donde unos jóvenes estaban cuajando leche en
largas canoas de madera, para luego vaciar la cuajada en moldes de madera y
volver a llenar las canoas con leche fresca y agregarle cuajo. Como si fuera un fantasma que ni siquiera
logra asustar, me ignoraron y yo me acerqué a tomar de ese suero que sale por
las hendijas de la madera, recogiéndolo entre las manos y bogando con ansias,
de esa bebida fresca y grasienta, ligeramente salada y cremosa. Me introduje a un lado, en un cuartucho sin
puerta donde tienen una cantidad de hojas de anisillo, seguramente para empacar
quesos pequeños, porque los grandes viajan en costales de estopa; allí me dormí hasta el atardecer, un aguacero
trepidante me arrancó de mis sueños y entonces vi aquel chiquillo flaco y
triste, sentado a un lado de la puerta, mirándome sin pestañear, me acerqué y
vi que tenía en su carita menuda los rastros de largas lloradas, lágrimas y
babas secas en costras superpuestas que me indicaban que como yo, estaba
llorando hacía ya mucho tiempo. Lo cogí
por ambas manos y suavemente lo introduje al tendido de hojas aún tibias, del
que me acababa de levantar y allí lo acosté y le dije que se durmiera que yo lo
cuidaría y que si alguien venía en su búsqueda, yo le diría dónde estaba. Más tarde al despertar me llamó papá, yo lo
miré y tuve intenciones de aclararle de una vez que yo no era su padre, pero se
abrasó a mis piernas y sentí sus manos flacas y débiles; y, escuché que
insistía en decirme papá y no tuve el valor de sacarlo de su error. Como ya el amanecer era inminente y los
muchachos de los quesos ya llegaban, salí de aquel cuartucho y en una de esas
enormes canoas que rodean los corredores de esa casa, llenas de leche cuajada,
con las manos cogía pequeños trozos y le daba al chico y comía también yo, en
un rincón de ese corredor había un costal de cabuya con un machete encubiertado,
un trozo de manta, a manera de cobija y unos cuadros de panela, lo tomé como si
fuera mío y dentro de él deposité a mi compañera de viaje, la muñeca gorda de
cara sonrosada de mi niña. Uno de los
muchachos cuajadores se armó de valor y me saludó y me ofreció café, en una
vasija de totumo; bogué con avidez y le
ofrecí al niño, el joven me pregunto si
ese niño era mi hijo y yo le dije que lo era; el niño asentía con la cabeza y
sonreía. Luego lo tomé de la mano y con
el costal de estopa al hombro tomamos el camino del descenso. A ratos interrumpíamos la marcha y comíamos
panela y queso y en un descanso de esos le pregunté por su madre y por el lugar
donde vivían y él con dificultad me dijo que todos eran muertos, que sólo él
logro escapar a la matanza y que se vino por ese camino a encontrarse con su
papá, pues siempre, todos los días esperaba su regreso. “Papá, mi mamá me decía siempre, espera que
tu papá aparecerá por ese camino algún día”.
Por eso tomó por ahí en la huida y por eso se detuvo a esperar que
despertara cuando me vio, para preguntarme si yo era su papá y yo le dije que
lo era porque no fui capaz de negarme a darle una familia en reciprocidad a su
generosidad de adoptarme como su papá”.
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