martes, 18 de octubre de 2016

ADOPTADOS (cuento)

ADOPTADOS   (Cuento)
El hombre llegó al anochecer.  Todo estaba iluminado por una luna llena, plena, total;  como un inmenso farol alumbrando los campos, llenando de luz amarillosa los caminos y los surcos de los cultivos;  lo pude ver.  No habíamos caído en la cuenta del tiempo transcurrido y eran cerca de las nueve de la noche.  Mamita  -nuestra abuelita-  había abandonado desde hacía rato su silla abollonada y con atril, donde suele mantener al alcance de su mano su pequeño librito de hacer oración;  por cualquier razón esta noche no nos conminó a rezar con ella y lo hizo solita.  Luego, de pies en la cocina, tomó chocolate aromatizado con canela y se dirigió al cuarto donde duerme cómoda y tranquila. Allí, incluso, hay otra cama mullida y tibia, que se usa para el reposo de parientes o visitantes.  Cuando la dulce viejecita fijó sus ojos mansos en cada uno de nosotros, para en voz alta, desearnos buenas noches y dirigirse a pasos lentos a sus aposentos, oímos el llamado tenue de un extraño:  “Adiós, adiós… ¡Buenas noches!”  decía con voz insegura un visitante o posiblemente un peregrino.  Cucha, nuestra linda perrita terranova, de hermosa cabellera blanca y larga cola de pelo abundante -como cola de zorra- salió de su cálido escondite al pie de la enorme estufa de leña, dando ladridos de advertencia al viajero que arribaba.  Todos a un tiempo miramos desde el amplio corredor y vimos a un hombre, con un niño pequeño asido a una de sus manos.  “Adiós”  repetía el hombre, mientras mi papá se adelantaba por el caminillo de piedra mediana, hasta la verja de hierro y madera de la portada, a franquearle el paso.  Mamita, que no atinó a llegar a su cuarto se regresó sobre sus pasos y dijo en voz alta y autoritaria:  “Hagan seguir a ese paisano”. Papá lo invitó a entrar y el señor, prudente,  esperó hasta que hubo cerrado de nuevo y lo siguió con pasos tímidos e inseguros.  El pequeño, asido a la mano firme del que creí era su papá, con la mirada baja, como avergonzado, se limitaba a sonreír nervioso.  En una taza esmaltada y florecida, mamita desmenuzó  arepa de choclo y queso y la completó con chocolate caliente, haciéndole una deliciosa sopita, colocándola al alcance de su mano, mientras con sus dulces palabras lo invitaba a degustarla; el niño, con una cuchara reposaba la bebida y sorbía a pocos, mientras mamita dulcemente le decía ternuras.  Un poco más retirado, su papá en el comedor, bogaba chocolate y mordisqueaba arepa y queso, soportando las miradas curiosas de todos nosotros.   Tal vez porque ya era tarde, aquel hermoso niño se quedó dormido en el regazo de mi anciana abuela que no disimulaba la felicidad de acunar contra su pecho a aquel pequeño flacucho que terminó abrazado a su cuello tibio.  La viejita se levantó con el muchacho en sus brazos y en silencio se internó en su cuarto.  El hombre, que ya había terminado de consumir su improvisada cena recibía tímidamente un cigarro que papá le ofreció y simultáneamente le respondía a sus palabras, la mayoría de ellas, de interrogación.  Sin hacerme muy evidente, para evitar ser reprendido, estuve atento a las palabras del pobre señor y comprendí que eran sobrevivientes de una matanza o alguna suerte de ataque en su lugar de origen, que según entendí era muy lejos; al otro lado de la cordillera, tal vez algún caserío azotado por la violencia.  De pronto cayeron en cuenta de la ausencia de mamita y el muchachito y entonces mi madre fue solícita al cuarto de mi abuela, para regresar al rato a decirnos que la halló velando el sueño del angelito, después de limpiarlo con un pañal mojado en alucema le destinó un rincón en la cama para huéspedes y que también expresó que no veía problema a que aquel forastero amaneciera en su cuarto, en aquella cama, junto al que ella también creía, era su hijo.

Al amanecer del siguiente día, el golpe monótono y fuerte de hacha, como el ladrido de un perro ausente, me despertó.  Apenas empezaba a clarear y la neblina corría en presurosa fuga sobre las colinas que conforman el horizonte de nuestra casa de campo, que orgullosa sobresale en medio de los jardines que la rodean; el visitante está picando y amontonando la leña y yo, corro a su lado a ayudar y a escuchar, pero nada dice.  Mi abuelo, ya finado, construyó esta hermosa estancia y mi abuela, junto con mi padre se encargan de mantenerla erguida.  Otros tíos y tías viven fuera  -en la capital-  tienen establecimientos comerciales y acogen para educar a sus hijos y parientes  -ahí iré yo el próximo año, a hacer la secundaria-  Después de terminada la labor con la leña, pasamos a desayunar en el comedor de la cocina; y allí, papá le dice que se quede, que lo empleará, pues tienen trabajo, haciendo unos huecos para cercar potreros y el hombre visiblemente agradecido responde afirmativamente.   ¿Durante cuánto tiempo este buen hombre vivió con nosotros?  No lo sé con precisión.  Yo iba por temporadas a la hacienda, en esos intervalos de descansos que periódicamente interrumpen las labores escolares, a mediados a o finales de año.  Vi crecer al niño, que finalmente quedó –como un miembro de la familia-  a los mimos y cuidados de mí mamita.   El que siempre creyó, era su papá, se acomodó desde que llegó, a vivir en una casita aledaña a la gran casa de la hacienda, provista de cuarteles para trabajadores y de cuartos para herramientas e insumos propios para los trabajos de la estancia;  allí vivía un agregado y su familia y con ellos arregló la alimentación. El mismo, sábados o domingos, lavaba y arreglaba sus ropas, era muy juicioso y callado y casi nunca salía al pueblo cercano, donde suelen ir los demás señores que habitan, así sea de manera ocasional o ambulante estos lugares; pasaba con su niño estos dos días y aunque también en semana se veían, era en sábado y domingo cuando estaban más unidos, me llamó siempre la atención ver una muñeca gorda, de gruesas y torcidas piernas y cara rosada como un tomate a punto de lograr maduración; revuelta cuidadosamente, cómo presidiendo la asamblea de todos los burdos juguetes de madera que el papá le hacía, pequeños animalejos o carretes improvisados en los que se había agotado el hilo de mi abuela y mi madre coser;  don Elías  -ese era su nombre-  le pasaba por el orificio una banda de caucho sostenida en un palito redondo y corto con el que daba cuerda y al otro lado le ponía un cabito de vela pequeño, que tal vez, porque se calentaba al friccionarse, favorecía el desenvolvimiento de la cuerda y el carrete andaba, lento y perezoso.  Tampoco llegué a verlo participar de corros o grupos en las tardes o noches  con los otros trabajadores.  Unos años después, cuando ya cerca de terminar mi bachillerato, andaba por los dieciséis años y estaba como en quinto grado, en unas vacaciones, fuimos a la parte alta de la hacienda, a un lugar llamado  “Tierrafría”  donde se tienen muy buenos pastizales, extensos y fértiles, en una brigada con mi papá y cuatro trabajadores más, a castrar unos terneros que ya estaban en edad de cambiar de dehesa y empezar a cebarlos;  por alguna razón que ahora se me escapa de la memoria, nos quedamos con don Elías entorno al fuego, tomando café y hablando, acerté preguntarle por su origen y por su situación;  con el rostro tenso, conmovido, casi que en un rictus de terror, el hombre se despachó con el siguiente relato:  “Rosamaría, mi mujer;  Rosita, mi pequeña hijita  -que hoy anduviera en los diez años-  y yo, vivíamos en una finca de un hombre rico en la parte alta y montañosa de Ceylan.  Una noche  -a media noche-  nos despertó una brutal cabalgata que vino a detenerse en el patio empedrado de nuestra casa, sonaban tiros, insultos y cascos de caballos herrados, rastrillados contra el suelo;  los perros con sus ladridos exagerados parecían anunciar el horror del infierno que se nos venía encima.  Con mi mujer corrimos a guarecernos en una caleta que teníamos al pie del botadero de la cereza de café.  La niña, asustada, con su llanto nos delató y los asaltantes nos vaciaron sus armas en ráfagas barredoras, yo alcance a tirarme al suelo, pero ellas dos quedaron en el piso abaleadas y muertas en el acto.  Yo, cogí la muñeca que por alguna razón quedó tirada a mi lado y emprendí la huida cafetal abajo; de hecho, aún la conservo y la cargo en mi maleta a donde quiera que vaya.  Corrí sin rumbo cierto y sin detenerme hasta encontrarme una quebrada, allí cambié de rumbo y al paso, seguí su cauce hasta que al amanecer llegué a un puente colgante, al que identifique como el puente del cruce de caminos de Puerto Frazadas y La Moralia, a partir del cual, ya hay una carretera que desciende hasta el pueblo de La Marina.  En la pata de ese puente me encaleté a esperar que se hiciera de día, entonces ya orientado me devolví por el amplio camino hacia la que fuera mi casa.  Llegué al empezar la tarde;  lo primero que hice fue mirar los cadáveres de mis seres amados, mi mujer y mi niña; y lamentaba qué no hubo un tiro para mí.  Después de llorar copiosamente y acariciar sus rostros fríos, fui a la casa y traje una cobijas y abrigué mis dos amadas Rosas,  Rosamaría, mi mujer, tan joven, tan buena, tan cariñosa y Rosita, mi pequeñita, mi niña amada que asustada con sus gritos tremendos provocó la balacera que les cegó la vida y que para mi desgracia no me alcanzó.  Empecé a cavar el suelo blando y de pronto me vi acompañado por otros vecinos que en turnos alternadamente me ayudaban a hacer la fosa, hasta que satisfechos con la profundidad, depositamos los cadáveres, así envueltos en cobijas como estaban.  No lloré, no acertaba a comprender lo que me decían o hablaban entre ellos, sus voces me sonaban roncas, estrepitosas y molestas.  Cuando el enorme hueco se tragó a mis amadas y las tape con tierra removida, casi amanecía;  me senté con las manos sobre la cara, a un lado, en la cepa del que fuera un árbol de regular tamaño, que hacía más bien poco habíamos derrumbado para sacar tablas y su raíz ahora me albergaba, me servía de sentadero; miraba casi sin parpadear el montículo de tierra removida a cuya cabecera uno de los vecinos solidarios colocó una cruz de palos redondos, atados con una cuerda en el centro;  yo no levantaba la mirada y los vecinos, pacientes y solidarios se alejaron dejándome en medio de mi mutismo.  Amanecía, y yo ahí, con la muñeca abrazado y teniéndome la cara con las manos; empezó a llover, entonces me adentré en la casa y me tumbé sobre una cama dejando a un lado la muñeca gorda de mi niña y lloré sin medida, sin consuelo, sin interrupción.  No puedo precisar el tiempo pero desperté con la luz del día, con la muñeca asida a mi mano y como si no tuviera conciencia de lo que hacía, tomé el camino hacia arriba, hacía la cordillera, hacia la alta montaña, caminé como creo que lo harán los que tienen los pies entre grilletes, o sujetos a cadenas, a rastras pesadas y torpes; a veces en medio de la caminata lenta y penosa me sorprendía llorando y entonces me calmaba; en corrientes de aguas frescas y generosas bogaba y lavaba mis manos y mi cara y reemprendía la marcha; a ratos dormitaba entre el rastrojo y así llegué a la cima de la montaña, lo que llaman la Línea, en el pueblo de Ronces Valles; no me detuve, pasé por un lado y continué mi marcha, ahora en descenso, vine a dar a un pequeño caserío al que llaman las Frías  -no sé el motivo-  me detuve más delante de allí, en una finca donde unos jóvenes estaban cuajando leche en largas canoas de madera, para luego vaciar la cuajada en moldes de madera y volver a llenar las canoas con leche fresca y agregarle cuajo.  Como si fuera un fantasma que ni siquiera logra asustar, me ignoraron y yo me acerqué a tomar de ese suero que sale por las hendijas de la madera, recogiéndolo entre las manos y bogando con ansias, de esa bebida fresca y grasienta, ligeramente salada y cremosa.  Me introduje a un lado, en un cuartucho sin puerta donde tienen una cantidad de hojas de anisillo, seguramente para empacar quesos pequeños, porque los grandes viajan en costales de estopa;  allí me dormí hasta el atardecer, un aguacero trepidante me arrancó de mis sueños y entonces vi aquel chiquillo flaco y triste, sentado a un lado de la puerta, mirándome sin pestañear, me acerqué y vi que tenía en su carita menuda los rastros de largas lloradas, lágrimas y babas secas en costras superpuestas que me indicaban que como yo, estaba llorando hacía ya mucho tiempo.  Lo cogí por ambas manos y suavemente lo introduje al tendido de hojas aún tibias, del que me acababa de levantar y allí lo acosté y le dije que se durmiera que yo lo cuidaría y que si alguien venía en su búsqueda, yo le diría dónde estaba.   Más tarde al despertar me llamó papá, yo lo miré y tuve intenciones de aclararle de una vez que yo no era su padre, pero se abrasó a mis piernas y sentí sus manos flacas y débiles; y, escuché que insistía en decirme papá y no tuve el valor de sacarlo de su error.  Como ya el amanecer era inminente y los muchachos de los quesos ya llegaban, salí de aquel cuartucho y en una de esas enormes canoas que rodean los corredores de esa casa, llenas de leche cuajada, con las manos cogía pequeños trozos y le daba al chico y comía también yo, en un rincón de ese corredor había un costal de cabuya con un machete encubiertado, un trozo de manta, a manera de cobija y unos cuadros de panela, lo tomé como si fuera mío y dentro de él deposité a mi compañera de viaje, la muñeca gorda de cara sonrosada de mi niña.  Uno de los muchachos cuajadores se armó de valor y me saludó y me ofreció café, en una vasija de totumo;  bogué con avidez y le ofrecí al niño,  el joven me pregunto si ese niño era mi hijo y yo le dije que lo era; el niño asentía con la cabeza y sonreía.  Luego lo tomé de la mano y con el costal de estopa al hombro tomamos el camino del descenso.  A ratos interrumpíamos la marcha y comíamos panela y queso y en un descanso de esos le pregunté por su madre y por el lugar donde vivían y él con dificultad me dijo que todos eran muertos, que sólo él logro escapar a la matanza y que se vino por ese camino a encontrarse con su papá, pues siempre, todos los días esperaba su regreso.  “Papá, mi mamá me decía siempre, espera que tu papá aparecerá por ese camino algún día”.  Por eso tomó por ahí en la huida y por eso se detuvo a esperar que despertara cuando me vio, para preguntarme si yo era su papá y yo le dije que lo era porque no fui capaz de negarme a darle una familia en reciprocidad a su generosidad de adoptarme como su papá”.

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