“GARRINCHA” (Cuento de
Camilo José Forero Serna)
1.
ELICER
Yo, con una lata de guadua en la mano derecha y una bayetilla enredada en
mi mano izquierda, saltaba a los lados, evitando los ataques que -el que creía mi tío- me lanzaba con furia tremenda. Era el mayor
de mis tíos y también era la persona que más me había maltratado y humillado en
la vida, recuerdo que a mis seis o siete años me colgó de una viga con un
pedazo de soga, atado por los pulgares de mis manos y me sostuvo allí, alcanzado el piso sólo con la punta de
mis pies, hasta que de dolor me desmayé.
Siempre se regodeó dándome palo sin compasión -como matando una culebra, solía decir- ante la mirada temerosa de mis hermanas, que
a la postre resultaron ser en verdad mis tías.
Hasta este día, en que me resolví a enfrentarlo, a no dejarme maltratar
más. Ya con 13 años -sintiéndome gallito, hecho un verraco- me salí al patio, me armé con una lata de
guadua -de esas con que se tapaban las
cajas de madera de empacar frutas- y lo
desafié llorando de rabia: “Vení pues,
que ya no me vas a coger como a un animal en una trampa” -el grave delito por el que esta vez me iba a
castigar fue mi incapacidad para recitarle las tablas de multiplicar, yo me las
sabía, pero me ganaron los nervios-. Su
primera reacción fue coger una peinilla, pero papá -el que después supe era en realidad mi
abuelo- no se lo permitió; entonces cogió una cadena de bicicleta y me
pegó con ella un juetazo a la altura del estómago que me dobló de dolor y
cuando armó para mandarme el otro, Ana
-mi madre hasta ese día y después mi abuela- se interpuso metiendo sus manos, el golpe fue
tan horrible que la fracturó por la muñeca en su mano izquierda. No le importó verla tendida sobre si misma
dando alaridos de dolor y saltando por encima de su humanidad arremetió contra
mí con un cuchillo en la mano. Yo, ya
medio repuesto del dolor del primer golpe logré esquivar sus acometidas que se sucedían vertiginosas y en una de esas
vueltas de atacar y retroceder lo conseguí en la cara, a la altura de su
mejilla, bajo el párpado, le rayé el filo de la lata de guadua y la sangre no
se hizo esperar. Con la palma de la mano
el hombre se limpió la cara y cuando vio
que era sangre se quedó paralizado mirándome, como si me descubriera apenas
hoy, como si nunca antes me hubiera visto; de pronto me dijo con voz serena, como si
habláramos en términos cordiales: “Has
derramado la sangre de tu padre. A
partir de hoy serás como el judío errante, vagarás sin rumbo fijo y no
encontrarás la paz”. Octavio, -un
profesor de escuela, novio de una de mis tías- un hombre aún joven, de una
pulcritud y una decencia que yo admiraba, callado, decente y buena gente, me
abrazó y me condujo hasta la puerta, me entregó dos billetes de cincuenta pesos
y me dijo: “Váyase Elicer; mijo,
recuerde que en Buenaventura tiene familia, búsquelos y trate de vivir
allá”. Yo me negaba a emprender el viaje
y entonces el hombre cogió conmigo calle arriba llevándome de la mano y me
decía: “Es una pena que te ocultaran la
verdad: Los que tú crees que son tus
padres, son en realidad tus abuelos y tus hermanos y hermanas son en realidad
tus tíos. Nunca he comprendido tanto
odio de tu papá por ti. A él mismo le he
dicho algunas veces que te trate distinto, pero él parece que quiere cobrar en
ti el daño que le hizo tu madre. Personalmente
estimo que hiciste lo correcto al enfrentarlo y te digo algo más, no temas ni
creas esas cosas que te dijo del “Judio
Errante” nada de eso es cierto; es la
influencia nefasta del fanatismo
religioso que tiene a toda esa familia jodida,
Esos son inventos de los poderosos para cagarse en los demás; recuerda
siempre, tu único juez es tu conciencia y nadie tiene derecho a maltratarte, ni
siquiera a causa de alguna falta que supuestamente lo justifique; no andes
creyendo en santos ni en dioses que eso es paja que le meten a la gente a la
cabeza para abusar de ellos. Lo que
hiciste al encararlo es un acto de justicia y si alguien debe ser penalizado
por esa conducta es él y también la familia que con su indiferencia lo ha
permitido”. El hombre, con su manera de
hablar clara y calmosa logró tranquilizarme y sus palabras quedaron grabadas en
mi memoria como si se hubieran esculpido con fuego. Cuando llegamos a Expreso Palmira, me compró
tiquete a Cali y le recomendó al motorista, que me ayudara a embarcar para el
puerto que porqué yo era muy bisoño; y, a mí me insistía que mi tío Silvano
tenía un negocio allá, en un lugar llamado
“El muro” donde se ve el mar -me
repetía- “cuando llegues allá lo buscas,
no te quedes solo”. Recuerdo que subió
conmigo al bus y con su pañuelo limpió mi cara, mesó mis cabellos mientras me
decía que yo era un buen niño y que tenía derecho a vivir tranquilo.
Tenía ya catorce años cuando me tropecé con mi tío Silvano, era un hombre
joven aún -de unos veinticinco- yo había bajado esa tarde a una cancha que
queda en lo que llaman “Piangüita” en bajamar a jugar fútbol un rato -cosa que todos los días después de las dos y
media o tres solía hacer-. En las
mañanas me metía por las oficinas en el puerto o en las aduanas a hacer
mandados, a sacar las basuras, limpiar pisos o remojar matas; recogía los desechos, había papel, cintas y
carreteles de plástico y de lámina para máquinas de escribir y sumadoras,
forros y cosas así; a veces las muchachas secretarias o doctoras me solicitaban
pequeños favores o servicios, y a cambio me pagaban, me obsequiaban cosas
útiles que yo vendía y me iba para “Muro
Yusti” a comer sancocho de Toyo -que es como llaman al tiburón joven- y luego me descolgaba por un caminito
estrecho, hecho con orillos de aserrío hacia
“Bajamar” y se formaban lo que
llamábamos “picaítos” con pelaos del
barrio o ambulantes como yo, venidos, -igual que yo- de otras partes; nos llamaban
“paisas” o “amarillos”,
y nosotros a ellos les decíamos
“cuñaos” o “primos”.
Yo era bueno para el fútbol
-desde que jugaba en Palmira me decían
“Garrincha”- y ese nombre me
gustaba. Un día fueron unos manes que
parecían importantes y nos vieron jugar, nos anotaron para que jugáramos en un
equipo de “Grancolombiana” y cuando
fuimos nos llevaron ante Marino Klinger –antes de ir allá- el día que
nos anotaron, mi tío Silvano se me apareció en el intermedio del picao y
con los ojos agusaliados me abrazó y me dijo “al fin te encuentro, te he
buscado como loco, güevón, cómo estás?”.
Me fui con él. Subimos por
bajamar hasta “Lleras” allí, en la calle
principal, frente a un aserrío, en una casa grande y buena, de material; tenía una gran tienda, bien surtida; yo ya conocía a su mujer, porque se casaron
cuando aún creía que era mi hermano.
Ella se alegró mucho al verme, me abrazó y me dijo que comiera, que me
veía muy crecido y fuerte, cuando le comenté que había comido “Toyo”
donde “Pancha” me dijo riéndose
que le daba asco porque le habían dicho que en el muro y en “Pueblonuevo”
revolvían el sancocho con
“canilla” de muerto, a lo que Silvano, riéndose contestó: “Claro mija, ¿qué vivo prestaría sus canillas
para revolver una sopa o un caldo?” y
nos reímos como locos.
Me pegué un buen baño, un largo y delicioso baño como hacía más del año que
no me lo permitía. En el tiempo que
tenía de vivir -mal vivir- en el puerto, no me había bañado en chorro -lo que llaman ducha- no;
solía bañarme, sí, pero en la marea;
abajo frente al muelle de “Playa
basura”; al terminar los picaos uno se despoja de la ropa y se mete al agua;
así, sin ninguna vergüenza, impúdicamente, lo que llamamos “en pelota”, como
era ya a la hora del ocaso a veces nos cogía la noche retozando en el
agua. Cuando salí del baño, que quedaba
sobre una pequeña terraza que servía como patio de secar ropas y tener matas y
rebujo, me tenían lista una ropa, una preciosa camiseta del “América” con el
escudo del diablo y tal en el pecho y una pantaloneta blanca y grandota, con un
bolsillo atrás, un enorme bolsillo como para cargar un coroteo; cuando me
vestí, mi tío Silvano me prestó unas chancletas y me dijo que lavara los tenis
para que amanecieran secos, también me preguntó si tenía ropa y dónde la tenía.
Le comenté que tenía muy poca cosa, muy
regular y que me la guardaban en casa de un amigo. Le conté que había un pelao que decía que era
de Palmira, pero que vivía en el puerto donde unos tíos hacía más tiempo que
yo, se llamaba Norberto Molina, jugaba muy buen fútbol y estudiaba en un colegio
grandísimo llamado “Pascual de Andagoya”; con él y con su primo Robinson,
siempre andábamos juntos y en esa casa
-vivían en la misma casa- me
guardaban la ropita y me dejaban cambiar;
a veces Nena, la tía de “Cabecita
Molina” me daba algo de comer. Después el tema desembocó a la familia, me
contó la penosa situación de la fractura de la manito de mamá –yo insisto
siempre en llamar así a mi abuela Ana-
tal vez porque de verdad no conocí a mi madre y nunca nadie me habló de
ella. Como que excepto el canallazo de
mi padre, nadie más llegó a saber quién era.
También me contó -me dolió mucho
saberlo- que a nadie pareció importarle
mi ausencia ni mi suerte, “Los únicos que ha venido a buscarte y
permanentemente preguntan por ti son Anais (mi tía) y Octavio (su esposo); para los demás, es
como si hubieras muerto”.
En esa tienda había mucho trabajo, se vendía muchísimo y no había
prácticamente descanso desde la madrugada hasta bien entrada la noche, diez y
media u once. Silvano y su mujer
madrugaban, el atendía y ella hacia labores de cocina y de casa, yo me
levantaba como a las siete y pico u ocho, me bañaba y tomaba el desayuno y me
metía a trabajar en la tienda, con ella.
Mi tío se iba a desayunar, se acicalaba y salía al centro a hacer
vueltas, pasado el medio día regresaba y almorzaba, se echaba una siestecita y
luego de un baño volvía a la tienda. Entonces
yo almorzaba y me iba para la calle, a veces los muchachos, Robinson y Cabecita
Molina –que habían llegado por mí- me
esperaban y nos íbamos juntos a jugar fútbol a bajamar o al Pascual. Un día llegaron unos profesores y nos
separaron y nos pusieron a jugar, me fue muy bien, todos me llamaban “garrincha”
tómala o pásala y yo enloquecía a los marcadores con mi gambetas, hice
goles y todo. El “profe” Marino Klinger -al que todo mundo reverenciaba, habló un rato
conmigo; luego hicieron un listado como
de treinta muchachos y nos dijeron que si queríamos nos meterían a la nómina
para jugar en un equipo llamado “Juventud Porteña”, patrocinado por “la flota mercante Grancolombiana”, que era una naviera poderosa. Íbamos a entrenar todas las tardes, pues
suponían que en las mañanas estábamos estudiando; nos daban refrescos y comidas, nos daban también
zapatillas y ropas, y nos llevaban al teatro o la piscina de un club de ricos.
Ellos creían que yo era estudiante de el mismo colegio y cabecita me decía qué
preguntaban y qué responder para que no me pillaran. Un día nos hicieron bañar, nos cortaron el
pelo y nos retrataron; después me dieron un carnet y por primera vez en mi vida
me vi en una foto, de verdad me sorprendí, vi que tenía cejas grandes y
peludas, la barbilla redondeada y la nariz recta; que decepción, la misma cara del infeliz que
sin consultarme, en asocio con una damisela que quizás no estuvo de acuerdo con
traerme al mundo -pero le faltó valor
para evitarlo- me arrojaron a esta perra vida de la que hoy tengo claro, que tendré
que hacer lo mejor que pueda, ya que gracias a mi infortunio no puedo esperar
nada de nadie. Desde que Octavio -el esposo de mi tía- me reveló la farsa de creer en religiones y
cosas de esas, ya ni siquiera tengo el consuelo de pedirle nada -como cuando niño con el niño diosito, al que
le pedía y nunca me daba nada- ya ni
siquiera tengo esa ilusión de esperar un milagrito o una sorpresa. Silvano y su mujer fueron muy buenos
conmigo, me trataban bien, me hacían sentir como en familia, a veces en
charlas, ella hacía comentarios que me producían la tristeza de saberme
indeseado por mi madre y desprotegido por mi padre y fueron muchas las
ocasiones en que de rabia y de dolor emparamé la almohada de sólo pensar en
eso.
Un día Marino Klinger y otro profe
se aparecieron por la casa, yo estaba en la tienda. Nos pusimos a hablar y tomar gaseosa y ellos
le preguntaron a Silvano mis datos. Me
sentí muy avergonzado al tener que encarar la mentira y responder a sus
preguntas; -desde esa experiencia no
suelo mentir, prefiero sufrir por decir la verdad, que andar ocultando la
cara avergonzado- se marcharon como si nada y después en el
entreno el profe Marino me puso el brazo encima, empezamos a caminar por el
borde de la cancha y me dijo que lo disculpara por haber ido sin avisarme, que
era mi privacidad y tal; yo le comenté todo de mí. Hablamos mucho rato, como dos horas y él me
dijo: “Elicer, tú serás un grande del
fútbol, “Cabecita” Molina también lo
será. No te preocupes por esas cosas que
yo arreglo eso, no eres el primero que se oculta avergonzado por causas que no
han estado en sus manos provocar ni evitar, a veces los mayores tratamos a los
niños como nuestros iguales y no les damos oportunidad de aprender, en nuestra brutalidad,
esperamos que lo sepan todo. Deberías
meterte a estudiar, eres despierto y muy inteligente y te aprovecharía mucho
para la vida”. El viejo se ganó mi
cariño, cada que lo escucho mencionar siento la emoción de saberme su hijo y
siento la presión de su mano sobre mi hombro y escucho sus palabras levantando
el ánimo de un pobre diablo que no puede decir que cayó en desgracia, más vale
decir que “Nació en desgracias”.
2.
BOGOTA
Llegamos a Bogotá de madrugada, nos embarcaron en una “Magdalena” -cinco muchachos del club y un profe- El profe era un man ya maduro, le
decíamos “currulao” -recuerdo
que se llamaba Gilberto pero no llegué a saber su apellido- era amigo de toda esa gente, había jugado en
millos y de hecho, trabajaba para ese
club en el puerto. Conocí personalmente
a “Maravilla Gamboa” y lo vi jugar. Don Jaime “el loco” Arroyabe nos llevó a la sede del club, nos
dieron desayuno y nos hablaron. Molina
y Robinsón recibieron visita de familiares que los esperaban, lo mismo que los otros
muchachos -un Mosquera que fue después
famoso atajador, un Angulo y un Moreno que se diluyeron rapidito en mi
memoria- yo esa tarde me quede sólo, un
vigilante ya viejito me dijo que me tenía que salir, que no podía quedarme allí
y ante mi respuesta, al enterarse de mi situación, se conmovió y tuvo la
compasión de dejarme quedar en un rinconcito y prestarme unos trapos para que
me tapara del frío aterrador. A la
mañana siguiente llegó la gente, los muchachos y los profes. Nos sacaron a las canchas, éramos muchos; nos
hicieron mover, corretear, luego nos hacían exámenes y nos tomaban
medidas. Nos dieron el desayuno, un
caldo muy rico y caliente, con chocolate, quedé sentado entre unos pelaos que
no conocía y noté cómo los que hasta ayer eran “mis panas” , “mis primos”, no me miraban; si yo intentaba llegar a ellos me rehuían
como si estuviera cagado. Me quedó claro
que no me querían entre ellos, me dolía ver como cabecita Molina agachaba la
cabeza y se confundía entre tanta gente sin mirarme; de Robinsón no me extrañó,
pues con él nos estimábamos menos -hasta
golpes nos habíamos dado varias veces-.
El “Loco” Arroyabe se enteró por el vigilante de mi situación y vino a
hablar conmigo, me dijo que el club no podía hacerse cargo de mí, que don Alfonso,
-un viejo de sombrero, con cara de cerdo
y vestido de saco y corbata- no lo
permitiría, que todavía no habían visto mi juego, que todos teníamos
instrucciones de avisar a los familiares y que bla, bla, bla; yo entendía que
no podía quedarme allí, por la tarde me llevó a una casa cercana al estadio,
donde unas personas de su confianza, habló con la señora -en esa casa no había señor- le dio un billete como que de cinco pesos, me
sobó la cabeza y me dijo que pasara por el club por las mañanas. Cuando se marchó, doña Rita, -que así se
llamaba- me dijo como si tuviera rabia que si quería quedarme allí tenía que
trabajar, que ella no podía tenerme de balde y que tal y tal; así que terminé
limpiando tomates con una mecha. Había
en un salón una pila enorme de tomates y unas chinas pequeñas los sobaban con
un trapo y los amontonaban aparte, una muchacha más grandecita y un pelao como
yo, llamado Miro, los empacaban en una cajas
-tal vez las cajas en que habían llegado- y cuando terminamos como a la media noche nos
fuimos a dormir después de comer queso con agua de panela. A la mañana siguiente montamos las cajas en
una carreta y salimos empujando por una callecita angosta hasta desembocar a
una avenida, hicimos maromas para pasar al otro lado y en esos barrios de allá,
Miro y yo con una caja al hombro cada uno, íbamos gritando en voz alta tomates, cebollas, despacio por
las calles, en algunos lugares tocábamos las puertas. La vieja con un delantal y unos atados de
cebollas bajo el brazo cobraba y el pelao y yo cargábamos y empacábamos los
tomates. Ese pelao era muy vivo, cuando
la gente se descuidaba tomaba las cosas, relojes, lapiceros y todo lo que le
daba papaya. Como a los dos o tres días
de estar en esas me entregó un reloj y me dijo que me lo regalaba pero que no
me lo pusiera porque me lo verían, que lo guardara para cuando estuviéramos en
otro lugar. Yo trabajaba duro pero esa
señora me insultaba, me echaba en cara lo que comía y si me iba a lavar me
decía que no botara el agua que yo no la pagaba y cosas así. Aguanté ocho días y lo único bueno que tengo para
recordar de allá es que la muchachita más grande me cogía la pirinola y me la
sobaba, miraba a los lados y si no había por hay nadie me la besaba y chupaba y
sin calzones me ponía mis manos en la cosita de ella y me decía que esa era la
chimba, que por ahí nacía los niños y cosas así, nos tocábamos y nos
apretujábamos pero no pasamos de ahí.
Una vez fui con la vieja a comprar el tomate a la central y aprendí donde
era, una gran cantidad de camiones descargaban papas, tomates, cebollas y todo
tipo de verduras y cosas traídas de otras partes; las gentes hablaban a los gritos y hasta se
insultaban. Memoricé bien el camino y un
día por la madrugada me fui para allá y hable con un muchacho que manejaba un
carro de traer tomate y me dijo que venía de Tuluá, en el valle; le ofrecí darle mi reloj si me transportaba y
así fue como mi aventura en Bogotá sólo duró quince días. El viaje de regreso fue muy bueno, el muchacho
que manejaba no pudo encontrar que traer y yo no hice más que dormir todo el
tiempo. En Tuluá por la noche, dejamos la camioneta
cargando en la galería, salimos caminando y comiéndonos unas empanadas, por
unas calles amplias, llenas de avisos de colores, el hombre me llevó a pie hasta un gran río,
bonito y bien iluminado; frente a uno de
los muchos puentes que se veían en la claridad de la noche estaban las oficinas
de “La flota Magdalena”, averiguó con la vendedora y esperamos sentados en una
banca larga hasta que llegó el bus que iba para el puerto, habló con el chofer
y le dio un billetico y de esa manera volví a Buenaventura.
Cuando regresé mi tío y su mujer se pusieron muy contentos, me dieron de
comer y me trataron muy bien, a medida que les contaba de mi experiencia ella
se tomaba la cara con las manos y decía
“madre mía”, “vida mía”; él,
callado me escuchó hasta el final y me dijo algo que retumba en mi memoria como
si lo acabara de escuchar: “No pongas tu
confianza en nadie, ni siquiera en tu propia familia. La única persona en que uno puede
confiar -y también en cualquier momento
se puede torcer- es su mujer. Haz tus cosas tú solo y comprende que los
demás sólo están contigo cuando pueden sacar provecho”. El mundo siguió andando y en la tienda yo me
aplicaba juicioso, a veces Silvano me llevaba con él a sus vueltas para que
aprendiera a moverme y me conocieran dónde era necesario que me conocieran. El gusto por el fútbol me llevaba a veces a
los picaítos de bajamar y un día me tropecé con
“Currulao”, me reprendió muy
feamente que porque yo me había escapado, fuimos donde Marino Klinger y me
afirmó lo que me dijo Currulao, que porque el
“Loco arroyabe” se lo había dicho
por teléfono; le di mi versión, quedó de
constatarla y después cuando volvimos a hablar, me dijo -como una explicación-
que esa señora había cobrado por acogerme en su casa y que yo tenía que haber
ido a los entrenos. De todas maneras ahí
paró la cosa, yo no volví a jugar en su equipo ni volví donde ellos. Después supe que Molina estaba muy bien, ganaba
plata y jugaba, en cambio Robinsón no pudo.
3.
IPIALES
En una ocasión, Silvano se fue para Palmira a visitar la familia, se quedó
cuatro días por allá, cuando regresó nos sorprendió con la noticia de que se
iba para Ipiales, que había celebrado un negocio y ahora era socio de una
empresa, venía por algunas cosas para irse a pasar allá cierto tiempo mientras
aprendía del nuevo negocio, nos dejó unas instrucciones para poner el negocio
en venta y se marchó, al cabo de un mes regresó, a rematar lo que quedaba. Habíamos realizado según sus instrucciones,
las mercancía, surtiendo sólo lo necesario para el diario; él, rapidito vendió
lo que quedaba. Un día mi tío y su mujer
salieron maletiados, ella me besó la frente y me hizo una oración y supe que
iba para Ipiales, mi tío la acompañaría hasta Cali, allí la despacharía en un
bus; y por la noche, después de media
noche un camión grande -un 900- se
acomodó en el frente de la casa, de él se bajó mi tío, cargamos el coroteo y
como a las cuatro de la mañana arrancamos con el trasteo. No olvidaré nunca ese amanecer tan hermoso,
un cielo oscuro, profundo, allá en el fondo se unía con el océano y lo herían a
veces unos relámpagos de luces lejanas en el horizonte; yo, prendido de la
baranda que cerraba el cajón de madera de la carrocería miraba ese cielo y
pensaba cómo, a pesar de ser un puerto tan sucio, tan caluroso y tan feo, me
costaba tanto dejarlo; me dolían los amigos que hasta allí fueron mis amigos y
que después perdí, me dolía la oportunidad que se fue por no haber tenido una
familia que me respaldara y miraba en ese celaje los relámpagos que herían la
noche y pensaba que así era yo, algo pequeño, sin mayor importancia, una
lucecita que relampagueó y enseguida se esfumó; no demoré mucho para dormirme y cuando desperté
descendíamos a Cali. En un retén
llamado “El hormiguero”, como a las ocho
y media de la mañana paramos a buscar desayuno.
Yo encantado miraba todo tan bonito, los cañales, las haciendas, el río
Cauca; yo, maravillado, pensaba cómo a pesar de ser de aquí conocía tan
poco. Pasado el mediodía, a la salida de
Popayán almorzamos y dele; logré ver el
plan del patía -el río Patía se observa
en todo su esplendor al descender del pueblo
“El Bordo”- y claro, esa visión
me encantó. Al anochecer entramos a
Nariño; paramos a comer por ahí en un caserío después del pueblo de Rosas, mas
delante de Mercaderes, que es el primer pueblo de Nariño con que el viajero se
encuentra. Me dormí y vine a despertar en Ipiales a la madrugada,
con un frío tremendo.
A dos días de estar ahí, después de haber ayudado acomodar el coroteo y a
arreglar las cosas, mi tío me llevó a un taller, me explicó una sencilla tarea
de tomar hilo de cobre de un carreto, me explicó como reconocer el hilo que estuviera
quemado para dejarlo aparte y el bueno re empacarlo. Luego me enseñaron otros procesos para aislar
ese hilo y envolverlo en una cosita pequeña llamada bobina -que a mí se me ocurría, parecida un
dedo- luego fui aprendiendo a rebobinar
una mazorca. Aprendí entonces que las
mazorcas van dentro de los inducidos que a su vez van dentro de los dinamos y
los motores eléctricos, que el negocio de mi tío era comprar los “Inducidos quemados” de los motores de arranque o los dinamos de
los carros para reconstruirlos
-rebobinarlos- y retornarlos al
mercado en buen estado, como nuevos.
Silvano se apersonó de la administración del taller que tenía ocho
obreros; su socio le entregó la
administración para él salir a viajar en una camioneta de esas llamadas “panel”
que era cerrada, llevando los
“inducidos” nuevos y recibiendo
los viejos en parte del pago. Rapidito
aprendí el oficio, me pusieron un salario básico y un porcentaje, lo que me
permitía ganarme unos buenos pesos.
Todos progresamos, yo seguí viviendo con ellos y guardaba mi dinero en una caletica, casi no tenía en qué
gastarlo. Mi tío logró comprar una casa
y eso permitió que nos acomodáramos mejor.
Yo andaba ya en los diez y siete, cuando
-como él decía en voz baja- para
no tener pastusos en su familia viajó con su mujer y su niña ya grandecita -como de tres años- a Palmira, al valle, a
esperar allí que lo que viniera, fuera varoncito -como él quería- o fuera lo que fuera pero
que naciera valluna, como todos nosotros. Porque a pesar de vivir allá, de tener buenas
relaciones con las gentes, él decía que el tronco familiar es uno sólo y no se
puede desperdigar por ahí; yo a veces me
sentía mal por eso, entendía que se refería a que fundar una familia es algo de
gran responsabilidad, un acontecimiento casi sagrado y como yo era hijo de
circunstancias tan especiales, pues me sentía aludido. Supe que se acomodarían donde los padres de
ella y como el negocio era tan fácil de manejar pues todos los operarios tenían
labores específicas y además, el hecho de ganar porcentualmente de acuerdo a la
producción, hacía la labor de controlarlos y administrar menos rigurosa, pues
Silvano me entrenó un poco en los días previos, cuando se marchó me dejó al frente.
Me tocaba viajar a Tulcán, en el Ecuador; a comprar cobre, tapas y
carcasas de “Antimonio” y rodamientos para los inducidos, traía a
veces ánodos, cátodos y terminales y en
general insumos de nuestra industria. Me
hice un experto, viajaba con billete en el bolsillo, ensayé una firma para
extender cheques y para avalar facturas y cuentas; me mantenía muy bien
presentado y me alojaba en hotel. Un
obrero -Tulio Satizabal- que era un paisa bajito y colorado, de Belén
de Umbría, caldas; me comentó sus planes
de migrar para Venezuela porque allá tenía familia. Era un señor serio, mucho mayor que yo y que
Silvano mi tío; por lo menos
cuarentón; me dijo que me observaba y le
gustaba mi forma de ser y creía que tendría buen futuro, le parecía que
era “muy espiritual” queriéndome decir que me veía de buen ánimo,
despierto y emprendedor; me invitaba a
que me fuera con él, que con su familia tendríamos donde llegar y donde
trabajar; que con el arte que sabíamos nos abriríamos paso en cualquier parte
donde llegáramos; estuve tentado a
seguirlo, pero la lealtad para con mi tío me pudo y decidí quedarme hasta que
él regresara; don Tulio me dejó sus
datos para que si después me decidía, y llegara a necesitarlo, lo buscara.
4.
COLGAR
LOS GUAYOS
En mi vida empezaron a suceder acontecimientos extraños que me llevaron a
dejar el futbol, tal vez por el desconocimiento que tenía yo de la forma de
vida de estas gentes fui víctima de sucesos que me confundieron, me vi
involucrado con personas y en situaciones que me impactaron tremendamente; todo empezó una noche escuché cómo golpeaban
la puerta fuertemente, con el consabido temor que engendra el rompimiento del
silencio por golpes bruscos sobre la lámina de las puertas metálicas en la
noche, me levanté a asomarme a mirar quien podría ser, por la escotilla que
teníamos a un lado para mirar sin ser vistos, observé un auto parqueado al
frente y desde él le decían a alguien en voz alta: “Tócala más duro, más duro…” Me arriesgué a abrir, era un joven con el que
nos conocíamos por las jugarretas de fútbol, en las canchas municipales; lo
increpé por el abuso de golpear tan fuerte y tan tarde en la noche (eran como
las once) entonces me dijo que me darían
un billete si iba a jugar un picaíto a una finca cercana, que no necesitaba
llevar nada pues tenían todo, uniformes, guayos, medias todo; un man se bajó del carro y me dio cuatro
billetes de cinco mil y me dijo que era un anticipo para que me animara a ir,
que a las doce tenían un partido contra una barra de amigos que siempre les ganaban y que
el muchacho que me conocía les había dicho que con “Garrincha”
les ganarían. Encaleté la
platica, me puse una chaqueta y me subí al auto, dentro de él supe que
celebraban el cumpleaños de alguien a quien llamaban “patrón”
y que en su finca había cancha techada e iluminada y que venían gentes
de Cali y Popayán; gente rica y loca, al
llegar me coloqué el uniforme, una camiseta blanca con el logo del Real Madrid
y unos guayos muy suaves por dentro, pero muy duros por fuera –como guantes-
traídos del extranjero; el que
hacía las veces de director un pastuso abotagado y zarco me dijo que eso queda
de mi propiedad y me habló del patrón, que allí estaba con su familia y les
gustaba el futbol, que hacían apuestas y que si uno les caía bien era como
ganarse una lotería, no volvería a sufrir necesidades, ni tendría que pensar en
trabajar nunca más. Como siempre mi juego
fue muy bueno, coreaban mi sobrenombre y me rendían respeto y tal, en el
intermedio una pelada ya madura -por lo
menos de veinte o poco más- hija de
duro, me abordó, me cogió las manos y me dijo que le encantaba mi juego, al
despedirse me besó las mejillas; cuando
el partido terminó el patrón con su mujer
-casi tan joven como su hija- vinieron hasta donde nos cambiábamos y nos
decían cosas sobre lo bien que jugamos, aludiendo a que al fin le habíamos de
encima ese otro equipo y tal. Me
llevaron a la casa, me dieron 30 mil pesos más y en efecto, me regalaron ese
uniforme con guayos y todo. Esa misma
semana la pelada vino hasta allí, me dijo que la acompañara a una vuelta y no
metimos a un hostal en la carretera; después
ella iba por mí -en semana, martes y jueves-
y nos íbamos a esa finca, nos metíamos en la piscina y allí hacíamos el
amor en todas las formas y de todas las maneras sin cansancio ni fatiga; hasta que un man que era conocedor de esa
gente, pues trabajaba en la seguridad de la familia, me dijo, tomando café ante
una pequeña cascada que bañaba un jardín a un lado de la piscina, mientras la
pelada estaba adentro, en el servicio:
“tú estás esperando que te quemen pólvora para abrirte de ahí”, le pedí
que me explicara y me convenció de dos cosas:
La hembra era ninfómana (una
enfermedad sexual); y de allí, el día
que se cansara de mí, me haría sacar en cuatro tablas, sólo sería necesario que
el papá se enterara para que me mandara la
“caballería”; me impactó mucho
esa revelación y sin pensarlo dos veces corté con esas visitas. La enredé con el cuento de que me iba para
Palmira a otro taller y me quedé sin salir cuando estaba allí; o sin dejarme ver cuando llegaba de viaje o partía
para el Ecuador; por un tiempo largo no
volví por las canchas del municipio ni por el centro, no me dejaba ver.
5.
SOBADORES
Una tarde, jugando “Metegol” -que es
una recochita que se juega entre cuatro o seis, en parejas o en tríos, que se
melean hasta que alguien hace gol, el que la mete ocupa la portería hasta que
con el siguiente gol lo sacan- me empezó
un dolor en la planta del pie; estábamos
jugando en la calle, en la parte de atrás del taller, a medida que me movía me dolía más hasta que
me senté. Un pelao me comentó que frente
a su casa, en un barrio a la salida para Pasto había un negro que era
sobandero; esa noche me eché agua de
Salvia, que es una rama indicada para los golpes y las hinchazones, dormí bien,
pero amanecí adolorido y moretiado; en
la tarde fui donde el señor, llevé unas venda resortadas y una pomada, el señor
me miró el tobillo y me dijo: “Mijo esto
no es un golpe, es una señal de que debe dejar el juego, -empezó la soba con una pomada olorosa- y al tenor que me sobaba me decía, hay una
voluntad empeñada en que usted no corra más”;
me hizo sudar, me hizo gritar, le regalé dos pesos porque no me quiso
cobrar, pero de nada me sirvió. Me
recomendó que volviera día por medio, dizque para darle tiempo a absorber la
untura; al regresar al día señalado estaban velando su cadáver, en la salita
donde me masajeó. Me recomendaron una
viejita indígena que vivía por allá en un ranchito, fuera del pueblo, pasando
el matadero; fui donde ella, me miró, me
tocó la planta del píe y me sobó el tobillo como sin fundamento; luego
me dijo que me prepararía una untura con unos vejucos, que saldría a cogerlos
por la mañana temprano y los pondría a cocinar, que volviera por ahí a las
cinco de la tarde, cosa que ya estuviera fresca la “untura” aquella y entonces si me haría la soba; así lo hice, no encontré a nadie en el
ranchito y al preguntarla me informaron que había muerto esa noche. Después me sobó un señor Darío, un anciano
fuerte y robusto que mantenía un tabaco en la boca y halaba una carreta con una pretina enredada
al pecho, también se murió; sin embargo
yo vine a tener conciencia de la fatalidad de sobarme porque Mauro López, un
valluno que tenía un granero grande por la galería donde íbamos a charlar en
las tardes, me dijo bromeando: “Papito,
charlemos pero no se me arrime… a usted el que lo toca se muere”; me dejó preocupado ese comentario, a pesar de
que Mauro era bebedor y charlatán, logró joderme. En una ida al Ecuador al pasar por Tulcán me
hice sobar de una vieja gorda y pecosa que sobaba y fajaba los niños y tenía
fama de ser muy buena, me cobraba el equivalente a cuatro pesos por cada soba,
con una untura que olía a vinagre; haciéndome una hoy, al pasar; y la otra pasado mañana al venir de regreso. El día de regresar quedé encogido de pánico al
ver en su casa una velación. Sabiendo de
antemano la respuesta me aventuré a preguntar a un tendero vecino: “¿qué pasó con la señora sobadora?, el
hombre me respondió como si no tuviera importancia: “Amaneció tiesa y fría… ¡se murió!”. Ante esa respuesta me sucedió algo insólito,
miré todo con tranquilidad, se me quitó el pánico y me sentí en paz, como si no
tuviera nada que ver en el asunto.
No volví a hacerme sobar hasta un día en que mirando una banda tocar en el
atrio del templo un negrito como raro, vestido a la antigua se paró a mi lado y
como si tuviéramos confianza me dijo:
“Elicer, vaya usted por la carrera cuarta entre calles cuarta y quinta,
a mitad de cuadra hay un portón grande de lámina resguardando un lote donde
guardan carretas y cosas en desuso; entre en él y siga al fondo donde hay un
ranchito, pregunte allí por el sobador que él lo arregla”. Sus palabras sonaban como si yo las pensara y
no como si alguien me las hubiera dicho y al querer responder o preguntar algo,
no lo hallé por ninguna parte. Esa misma
tarde me eché las vendas al bolsillo y me fui para ese lugar, empujé un poco
una de las puertas de lata y me introduje al lote; en la parte frontal habían
carretas y mesas de esas que con un toldo sirven de tenderetes en las plazas de
mercado, pilas de basuras con partes de cauchos y ruedas y trozos de madera y metal;
hacia el fondo estaba todo
enmalezado -aunque se veía claramente un
caminillo- la maleza me daba a la altura
de la cintura, sin embargo me entré hacia el fondo y en efecto un pequeño y
envejecido ranchito de techo pajizo, con el bahareque de sus paredes manchado
de humedad y descarachado por partes; me
sentí en el siglo 18, temí que no hubiera nadie allí cuando escuché risas y
voces infantiles; volteé en torno al
rancho y en efecto, en la parte de atrás, en un patiecito empedrado, junto a la
boca de un aljibe que tiene un par de horquetas de madera a los lados, sobre
las que soporta una guadua con un gancho de madera cruzándolo para servir como
manivela y desde allí soltar o recuperar la cuerda envuelta para extraer agua;
un par de niños jugueteaban indiferentes.
De alguna parte apareció una mujer indígena y me cuestiona sobre la
razón de mi presencia allí; la informo
de mi necesidad y me hace entrar a un salón oscuro y me dice que me
siente; cuando mis ojos se habitúan a la
semipenumbra, tomo asiento en una banca de madera y observo que sentado en un
taburete de madera y cuero, de espaldas ante mí hay un hombre con el torso
desnudo y frente a él un indígena masajea rítmicamente su brazo derecho,
recorriéndolo hasta el hombro. “¿Qué le
pasó en el tobillo, hijo?” –pregunta si
dejar de masajear el brazo del otro con movimientos rápidos- “Me amaneció hinchado y dolorido hace dos
semanas y se me está poniendo morado”
-le respondo a la vez que levanto la bota de mi pantalón y me descalzo,
para que vea mi pie desnudo- “Ya lo
atiendo, espere yo encajo este hombro salido de su lugar” y diciendo y haciendo se levanta de un butaco
bajito donde estaba sentado, sin dejar de masajear, alza un poco el brazo y lo
empuja contra el cuerpo del señor con un movimiento rápido; el sonido gutural se escucha suave -como cuando se aplasta un cucaracha- suelta
el brazo y se yergue sobre sus pies sacudiendo sus manos, como abanicándolas y
dice, refiriéndose al otro “vuelva mañana, no se vaya a mojar”. El del hombro desencajado se hace a un lado y
procede a vestirse y yo, atendiendo a su llamado, me siento en el taburete de cuero sin curtir donde estaba el
otro. “Esto es muy breve, no dolerá -dice mientras empieza a recorrer mi pie
desde la planta hasta la canilla, en círculos concéntricos con sus manos
suaves- si una culebra pasa a tu lado y
no te pica, es porque ya te ha perdonado desde antes” -dice como si pensara en voz alta-. La inflamación baja inmediatamente y el
hombre, sin mirarme, dice: “No vuelva a
jugar pelota, está es una señal para que deje de correr y empiece a caminar,
hay fuerzas poderosas y ocultas que así lo quieren”. Recordé a los dos negros con que me había
cruzado antes, el primero que me sobó y se murió y me dijo exactamente lo
mismo; y el segundo, que me habló como
si estuviera dentro de mi cabeza, para indicarme que viniera aquí. Observé al indio que me sobó, vi claramente
su piel mustia y cubierta de arrugas, sus manos de uñas largas y fuertes como
garras que rechazando mi dinero acometían en cierta forma de rechazo contra mí,
mostrándome sus palmas, sin tocarme, mientras me decía que no le interesaba lucrarse. Al salir del rancho en compañía del otro
señor -el del hombro zafado- que ahora viste de traje completo y con
corbata; y, que al llegar al portón de
la calle dice como para sí: “Tendré que volver mañana, -mientras me mira como si lo hiciera por
primera vez- yo vivo aquí a la vuelta,
lo invito a que tomemos café”. Ya ha
caído la noche y vamos caminando, al llegar a la esquina giramos a la derecha,
alternando la conversación le comenté que no debo volver y que no me recibió
plata, entonces señalando la casa de la esquina me cuenta que vive allí con su
madre, que por esa razón debemos entrar por detrás, por el patio, pues su mamá
ya debe estar durmiendo y no quiere despertarla. Al abrir la puerta para acceder al patio
trasero de su casa se descubre un hermoso y amplio jardín -y ahora que lo veo en mi recordación
comprendo el contraste absurdo de que afuera ya estaba oscuro y en ese jardín
había claridad- por entre un caminillo
de piedras regulares y abundantes, bordeadas de pequeñas matas florecidas de
diferentes colores nos adentramos hasta una casa de corredor enchambranado, con
un amplio zaguán donde se alternan las puertas y las ventanas de madera y al
fondo una cocina donde una leve luz en el bracero denuncia un fogón de leña a
la usanza antigua; allí el hombre coloca
un poco de agua en una cazuela, alista a un lado una talega de trapo para
coladera y sonriente, como si se sintiera pleno de felicidad me pregunta si sé
jugar ajedrez y ante mi afirmación toma un tablero que colgaba de la pared -como un cuadro- y lo coloca sobre una mesa, pone las fichas y
empezamos a jugar. Bebemos en sendas
tasas el humeante café, mientras fumamos cigarrillo y movemos las fichas; de golpe me pongo en pie y me despido, el
hombre me da la mano en saludo de despedida y al querer salir, una enorme
serpiente que dormita cuán larga es ante la puerta me intimida; el hombre me anima a pasar por sobre ella y
me dice: “Si una serpiente pasa por tu lado
y no te pica es porque has sido previamente perdonado… no te hará daño”, temeroso levanto mis pies al pasar y me
retiro. Caminando por la calle caigo en cuenta que no llegué a saber cómo es
su nombre ni ningún detalle de esos que se intercambian entre las personas;
también pensé en esas extrañas palabras que aluden a culebras que pican o no a
las personas, como en una extraña alegoría o a una fórmula esotérica que
recitan los maestros para sellar o descifrar misterios.
A la mañana siguiente tomando café bien temprano en el taller, con los
obreros, comentando cada uno su cotidianidad, surge la pregunta de manera
casual: ¿Cómo sigue del tobillo, Elicer?
Mientras levanto la bota del pantalón para mostrar, comprendo que no
recordaba el tobillo de mis penas, siento como si una gran cantidad de tiempo
hubiera pasado desde cuando tenía ese dolor y hoy; me siento renovado, vigoroso, como cuando uno
sale de la peluquería peinado y perfumado, como nuevo. Más tarde el deseo de ir
donde el indio que me sobo y comprobar que murió me asalta; aún resuenan en mi cabeza las palabras del
Mauro “el que te toca se muere…!”, pero
por extraño que parezca sé con certeza, tengo la seguridad que esta vez no será
así. En una bicicleta de alguien del
taller salgo y me dirijo hacia ese lugar y en efecto llego hasta la gran puerta
de lámina que resguarda el lote, pero esta vez está abrazada por una gruesa
cadenada que a manera de remate tiene un
candado grande y fuerte. Por un ojo en
la lámina por el cuál pasa la cadena miró hacia adentro y no veo más que
rastrojo, las mesas y carretones de madera que vi ya no están allí y entonces
golpeo fuertemente llamando la atención de los habitantes que sé que hay
dentro, sin obtener respuesta. De una
casa contigua sale un señor ya mayor y me pregunta qué busco, yo le digo que
necesito hablar con el indio que vive allá
adentro, con el señor que soba.
El viejo me mira como si no comprendiera o no creyera lo que le digo y
me responde: “Mijo, este lote está
cerrado hace más de 20 años, le puedo garantizar que no se abre desde hace por lo
menos dos que fue la última vez que se limpió;
aquí no vive nadie, no lo he vendido porque lo construiré para mis
hijos”. Yo angustiado le digo que
estuve allí y me curaron mi tobillo y el viejo sonriente me dice: “Estas confundido hijo, aquí no ha sido, te
aseguro que no habita nadie, voy a traer las llaves y te mostraré”. Una vez dentro empiezo a caminar y comprender
que fue una alucinación, llego hasta el centro del mismo y compruebo que es un
cuadrado encerrado en la paredes de las construcciones vecinas, entonces veo a
un lado el aljibe abandonado y las horquetas podridas que debieron soportar la
guadua de envolver la manila; en ese
momento siento un cosquilleo en mi pie y miro al suelo y observo como con toda
tranquilidad un culebra grande y brillante, de piel oscura de tono marrón, al
pasar lo hace por sobre mis zapatos, y desaparece entre el rastrojo. Mostrándome agradecido con el viejo me
retiro, estoy tranquilo, confundido sí, pero no asustado, al llegar a la
esquina en la bicicleta recuerdo la casa del señor del hombro zafado y decido
golpear su puerta, una señora atiende mi llamado y yo le pregunto por su hijo,
ella me contra pregunta si en efecto yo conozco a su hijo y yo le afirmo,
diciéndola que necesito hablar con
él; la señora sin disimular la rabia que
le causa hablar conmigo mirando hacia adentro, llama en voz alta: “Mijo, mijo… venga, aquí hay un tipo que nos
quiere robar… aquí hay un ladrón” Cuando
yo voy a explicarle que no soy ladrón ni nada parecido sale de adentro un viejo
con un machete y me arranca a perseguir calle abajo, mientras yo salgo volando
en la bicicleta; y escucho a mis espaldas que me gritan: “¡pará hijueputa pa darte filo!”. Llego al taller, y me acomodo pero no puedo
trabajar, la sucesión de cosas que me ha pasado me turba, me pregunto “si los
demás están locos, o el loco soy yo, o locos estamos todos”.
6.
SOLO
Aunque mi tío Silvano venía ocasionalmente, no se demoraba más de cuatro o
cinco días y se volvía a ir, en una sucesión de viajes de ida y regreso que a
mí me parecían lo mejor, sin embargo él se manifestaba cansado de la
viajadera; en una salida al centro, a
tomar algo y charlar me reveló sus planes de viajar a otro país, también me
comentó que habían montado en Amaime -un
pequeño poblado cercano a Palmira- una
fábrica de “Inducidos” -les enseñó el oficio a mis otros tíos y a mi
papá- y montaron una sociedad que
involucraba toda la familia. Como toda esa
zona es productora de azúcar -esos cañales son inmensos- en esos ingenios había
mucho potencial de trabajo. De repente
se quedó mirándome y me dijo, -aludiendo
a mi papá- como un consuelo: “Tranquilo mijo, que ese por aquí no viene”; me conocía tan bien, que fue como si leyera mi
pensamiento; pues en caso de que él
llegara a ocupar su sitio, obviamente vendría y tendríamos tratos -pensé yo-; y él, sonriente, como si pensara en voz alta
remató: “Tranquilo Elicer, que con lo ya que sabes de la vida y el arte que
ahora tienes, puedes desenvolverte sin ayuda de nadie”. Silvano
era muy emprendedor y muy próspero, se enriqueció ligerito y un buen día
despachó a su familia para los Estados Unidos;
su mujer y sus hijas, una de cinco y la otra casi de dos, haciendo creer
a todos que era de paseo, pero no fue así; cuatro o seis meses después se
marchó él también. Antes de marcharse se
sinceró conmigo, me comentó que había asegurado bien su parte del negocio de
Palmira -para tener donde caer si no le
salían bien las cosas en el norte-. Había
vendido a su socio la parte de su negocio en Ipiales y también vendió la
casa. A mí me dio una liquidación muy
buena y aparte de eso me regaló veinte mil pesos -eso era mucha plata, mediaba la década de los
años setenta y con eso se compraba uno una buena casa o una finca- me dijo que si quería, cuando cumpliera la
mayoría de edad, que era a los veintiún años, hiciera papeles que él me recibía
allá; le pregunté por qué no me llevaba de una vez y me dijo
claramente que por ser menor de edad tenía que pasar por unas pruebas
tremendas, hacer vueltas ante las autoridades y que ese era demasiado
engorroso; que además, lo más
dificultoso era que tenía que tener permiso de mis padres; y revelándome que le apenaba decírmelo, me
hizo caer en la cuenta que por un lado madre yo no tenía, -conocida claro-; y por otro lado, enfrentar al Caín de mi papá
sería una barbaridad; por lo que él
creía que lo que debía hacerse, era esperar los poco menos de dos años, que faltaban para alcanzar la mayoría de edad y
ahí sí hacer esas vueltas, ya con la independencia de ser mayor de edad, no
tendría que enfrentar mi tremenda situación familiar.
7.
ANGELA
El pesado bus se detuvo tras el último vehículo que cierra la larga cola de
autos y camiones apagados sobre la vía, en hilera perfecta; carros apagados
hasta nueva orden, dejando desocupada la vía contraria, no porque los
motoristas en un gesto de civismo o de consideración con los demás usuarios de
la vía así lo hayan querido, no; obedece
a la pitadera enérgica de los agentes de la Policía Vial, que haciendo sonar
sus potentes pitos y gesticulando con sus brazos en alto, en medio de grandes
voces con órdenes tajantes y a veces procaces; obligan a los indisciplinados a
alinearse en perfecta y estricta cola;
así mismo, los pocos que decidan devolverse son ayudados a reversar para
voltear y retomar la vía de regreso. En
la vía que conduce a Ipiales, en el famoso paso de “San Clemente”, la quebrada
“La Urbina” arrojó sobre la vía
una tremenda riada de lodos y rocas, que de momento tendrá suspendido el
tráfico, hasta que desde la capital, la oficina de Obras Públicas, ordene el
desplazamiento de las máquinas necesarias para barrer y despejar la vía, cosa
que tomara poco tiempo -dos o tres
horas- pero que ante la
paquidérmica lentitud de los trámites
que deben surtirse ante los escritorios de burócratas que actúan como
verdaderos reyezuelos de ojos abotagados y cuello blanco, su espera y
consecución se hacen eternas. Mientras
estos insensibles funcionarios se regodean buscando una coma o un punto en la
orden de trabajo, los usuarios del transporte público deberán hacer un
desplazamiento a pie, por la berma del camino o por tramos de desechos con sus
fardos y sus niños a hombros; y si hay oscuridad, con la poca luz que les
provea el satélite natural que suspendido en el cielo, como un pequeño farol,
pareciera disfrutar al observar la romería.
Los vecinos del caserío de “La
Urbina”, cercano al lugar; conocedores del potencial de negocios que se
activa cada que la quebrada se rebota, saldrán a ofertar café, bebidas
refrescantes y comestibles; además botas
pantaneras y guayos de plástico,
usados; y servicios de cargadores para
transportar enfermos, niños o ancianos; o en su defecto, fardos o maletas y de paso,
aprovechar descuidos para apropiarse de cuanta cosa quede a su disposición.
Angela Montealegre es una niña pequeña y tristona. Contraria a su nombre y apellido, es callada,
seria, de actitud calmada. El corte de
su cabello no la ayuda para nada pues es redondeado y provisto de enorme capul
que cae sobre su frente como una visera, dándole la apariencia de ser enjuta y gorda, cosa que
tampoco es cierta. Sus condiscípulos de
la Universidad Central de Quito, en el Ecuador
-donde se gradúo de Médico- solían
llamarla “Pingüino” por su seriedad fría y calmosa, su pequeña
estatura y su ausencia de buen humor
-aunque no es malhumorada- suele
ser poco entusiasta y demasiado seria.
Al detenerse el enorme bus en medio de los pitos de los agentes del
orden y la tremenda bulla que se forma, despertó de un profundo sueño; el Policía aborda el vehículo y con voz clara
y potente informa que la vía se ha cerrado y en consecuencia los viajeros que
deseen esperar deberán hacerlo dentro del vehículo; agrega que las personas que así lo quieran,
podrá hacer un trasbordo de más o menos una hora por entre el lodazal,
observando las pocas instrucciones, como marchar en grupos, ya que no es
recomendable hacerlo a solas, para evitar ser víctimas de abusadores y hampones
que abundan por todas partes. Un hombre
ya mayor pregunta algo y el Policía impaciente repite de nuevo con claridad el
discurso, dejando debidamente informados a los viajeros de la situación. Los usuarios forman una hilera sobre el
corredor central del bus y Angélica mira atrás, desconsolada, al señor que tras
ella también espera paciente que la marcha se inicie y se encuentra con un par
de ojos claros, serenos, enmarcados en unas enormes cejas, abundantes y oscuras;
y, contraria a su costumbre de guardar silencio, lo interroga a cerca de si
entiende lo que está sucediendo; el
joven, dejando al descubierto una carrilera de hermosos dientes blancos le
explica tímidamente que no pueden pasar y la razón de esa situación y le agrega
que si tiene prisa deberá -como él- pasar caminando por sobre el obstáculo hasta
el otro lado de la vía, donde
encontrarán vehículos en los cuales continuar el viaje. El tono de voz y la perfección de su
dentadura atraen la atención de la chica que lo observa totalmente; es un mocetón fuerte, curtido por la ventisca
y los soles de la vida, de brazos nervudos y vigorosos; aunque no es muy grande,
si la supera a ella en estatura; viste
una hermosa camisa de leñador, decorada a cuadros verdes en tonalidades claras
y no logra ocultar su timidez.
La gente empieza a descender y una
vez abajo, mientras el policía se aleja ordenando a otros autos que llegan, la
chica vuelve a la carga preguntando a su ocasional contertulio qué hará, el
hombre le explica que se trasladará a pie para utilizar el transbordo pues
tiene experiencia en este tipo de sucesos y por tanto no esperará a que llegue
la maquinaria a habilitar la vía y ante el comentario de la chica afirmando
que hará lo mismo, se ofrece a
ayudarla. Con la maleta de Angélica
sobre uno de sus hombros -cambiando de
hombro alternativamente a medida que avanzan-
con su elegante maletín negro de ejecutivo suspenso en su mano; Elicer, después de calzar una botas
pantaneras de plástico, de polainas altas para proteger las mangas de los pantalones;
que lograra alquilar por mucho más de lo
que valdrían si se compraran nuevas; en
asocio con unos carramplones de caucho áspero en forma de botín, que alquiló
para ella; que porta ahora en sus manos
un bolso en el que empacó sus zapatos y sobre su cuello, a manera de
escapulario, atados por los cordones los zapatos de él; en marcha lenta hacen la travesía, siguiendo
a un supuesto guía que después de recibir unas monedas decide emprender la
marcha, por donde –según él- el camino
sea menos peligroso y accidentado y que después de un poco más de una hora, al
volver a encontrar la vía, aprovechará las botas que los viajeros dejarán
abandonadas y las revenderá nuevamente, mientras los viajeros, calzados ahora
con sus propios zapatos abordarán los autos de la “Güitara”, que es como se
llama la flota de taxis que aprovecha ese agosto y presta ese servicio,
cobrando un precio abusivo en razón a las circunstancias. Dentro del auto, -un moderno Ford 61 de potente motor de ocho
en “ve”- Angélica no para de hablar, le cuenta a su
acompañante y benefactor que es médica de la Universidad Central, de Quito, en
el Ecuador; y que gracias a las relaciones e influencias de su abuelo -El gran Anselmo Restrepo, el mejor abuelo
del mundo- quien se apersonó no sólo de
sus estudios; sino también, de que una
vez terminada la carrera se la avalarán aquí, en su país. Por eso deberá cumplir con un año de trabajo
internada en el Hospital San Vicente de Paul de Ipiales y una vez cumplido ese
requisito, podrá atender su consulta particular en la ciudad de Tuluá, de donde
son oriundos. Hija de un malogrado
matrimonio, frustrado e insoportable, entre un borracho y una ilusa muchacha de
la alta esfera social de Tuluá; su
abuelo protegió a su madre y con ella a sus dos nietos, se hizo cargo siempre
de resolver sus necesidades y los sacó adelante. Su Hermano es ahora un docente bien
acomodado; y ella, aspira a que podrá
ejercer su medicina, después de que le sea homologada, para lo cual sólo le
falta el requisito insoslayable de hacer lo que llaman el año rural. En su larga y amena exposición no deja duda
que su abuelo es de verdad su “Angel de la guarda”, lo que lleva a Elicer a pensar cómo todos en
la vida tenemos un tío o un abuelo o alguien que por satisfacer su alter ego,
nos saca de la mierda de vida que nos ha tocado en suerte y nos ayuda a lamer
nuestras heridas y peladuras hasta sanarlas; acomodándonos en una suerte de “otra vida”,
que asumimos como al descuido y que nos lleva a descubrirnos, a dar y a
obtener lo mejor de nuestra potencialidad.
Al llegar al cuadradero de los autos, ya dentro de la ciudad, Elicer
sufraga el costo del transporte de ambos, impresionando aún más a la chica -porque un hombre que escucha atento y que
paga las cuentas, según ellas, alcanza la categoría de inolvidable- y se despide, dándole instrucciones al
motorista que lleve a la chica hasta el Hospital.
¿Cuánto sufrió la pequeña Angela por su descuido de no haber tomado nota de
su nombre? De verdad se trasnochó
muchas noches y se “elevó” muchos días pensando en ese joven fuerte y
apuesto del que no recuerda su nombre y se fustiga porque teme la posibilidad
de que ni siquiera le haya dado la oportunidad de mencionarlo, “es que hablé
demasiado” -se recrimina-. Desde
la mañana siguiente a la tarde de su arribo al Hospital va vestida con la
ilusión de practicar lo que con tanta enjundia aprendió. Con un enorme delantal de un tono verde
claro, que la cubre desde el cuello hasta las rodillas, puesto sobre sus ropas
formales, deambula por los corredores, se introduce ágil en los cuartos, raya
el papel en los formularios, opina, discute y cada veinticuatro horas sale
rendida hacia su residencia, que no es más que un cuarto medianamente cómodo en
la misma edificación del Hospital; duerme a pierna suelta y alterna su tiempo
con la lectura de los temas que le son obligatorios por su trabajo; bebe café,
jugos de frutas, ingiere panecillos,
tortas, filetes o ensaladas y él ahí, danzando, bailando en su cabeza,
mostrando su tímida sonrisa, diciendo con voz firme sus opiniones; mirándola desde sus ojos profundos y
cercanos, como los ojos de las aves de presa; mostrando su preciosa dentadura,
la tonalidad morena de su piel.
¿Cuántas veces su optimismo no ha sufrido el duro golpe de descubrirse
pensando en aquel desconocido y al caer en cuenta que ni siquiera sabe su
nombre se castiga por ello? Cuántas
otras aquel muchacho le ha impedido concentrarse en su trabajo y desear que a
la final el tiempo permita que ese episodio sea superado y la torpeza que aquel
día impidió que llegaran a pronunciar
sus nombres sea olvidada?. A veces sale a dar un paseo por las cercanías
y se descubre husmeando todo con el íntimo deseo de encontrarlo; atenta mira descuidadamente a los hombres
deseando íntimamente que alguno tenga ese maletín ejecutivo en sus manos, su
camisa de leñador a cuadros verdes y tenga su rostro y su tono moreno; pero no, es vano todo esfuerzo, perdida toda
esperanza. A manera de consuelo
-un consuelo amargo- se dice que
tal vez el hombre era un viajero, cumplió con su agenda y se marchó; y, por esa razón no se lo ve por ahí, por eso
no logra tropezarlo en ninguna parte.
El tiempo corre lento pero sin interrupción, es un río que perezoso se
desplaza por los meandros de la vida y poco a poco en su discurrir sereno
arrastra lentamente las cosas que encuentra a su paso y las sepulta en oleadas
de cosas nuevas que inexplicablemente llamamos “olvido”; y que, aunque están
ahí, sufren una suerte de invisibilidad, un sortilegio que permite que estén
latentes, que palpiten al compás con nuestro corazón, pero que no tallen ni
produzcan escozor. Con la multiplicidad
de entretenciones y obligaciones que día a día Angela debe enfrentar, el “olvido”
pareciera estar ganando la partida; aunque allá en el fondo, se hace
fuerte y echa raíces un recuerdo; y, tiene detonantes que lo hacen explosionar como oleadas de luz en su
imaginación, como cuando llega un herido calzado con botas pantaneras de
pernera alta o cuando se escucha decir que se taponó la vía; entonces una nueva oleada de nostalgia
arremete contra su tranquilidad y vuelta a concentrarse en el trabajo para
alejar ese fantasma.
Coincidiendo con las vacaciones del calendario estudiantil del interior del
país, que era diferente al de las regiones fronterizas; don Anselmo Restrepo -su abuelo-
en unión con su madre y hermano han llegado a hacerle una visita, a
conocer el lugar dónde vive y trabaja, a decir presente ante el llamado a la
lista de sus afectos. En un hermoso
campero “Nissan Patrol” de cabina dura, hermoso color y gran potencia, llegan a
la población empezando a anochecer. En
el hotel les proveen el parqueo y esa noche Angela logra ser sustituida por una
compañera, para atender a su familia y poder también dedicarles el día y la
noche de mañana. Temprano en la mañana
salen con el abuelo a buscar ayuda pues el vehículo presentó un calentamiento
que lo obligó a hacer paradas en el camino;
el viejo es avezado en estas lides y primero consulta con el
concesionario y luego va a un taller que dice estar homologado por la marca;
ante su consulta un joven mecánico le explica que la correa debió estirarse o
seguramente se aflojó el tensor y que es por eso el calentamiento y le sugiere
comprar la correa, cambiarla y dejarla debidamente tensada y para tal fin,
mientras él hace el desmonte necesario -acompañado por el joven profesor, que
vigilará atento esa labor- el viejo y
las dos mujeres van a un almacén de repuestos
“genuinos” recomendado por el
mecánico y bingo; dentro del almacén, en
una oficina enmarcada en paneles de vidrios panorámicos -para permitir la visibilidad de todo el
establecimiento- hay tres señores
hablando animadamente. El corazón de
Angela dio un vuelco tremendo a manera de aviso y ella sólo tuvo ojos para uno
de aquellos contertulios, que al identificarla se irguió sobre sus pies y se
precipito hacia ella y en un tierno abrazo, sin palabras se saludaron. Ella sin poder disimular su turbación dice a
su abuelo y a su madre que éste es el joven de que les habló, cuando les narró
la aventura del transbordo en la vía y escucha, como una cascada de música,
como el vibrar de una vihuela o un violín el nombre impronunciable, el nombre
amado y desconocido: Elicer Sandoval, un
servidor; estrechan las manos y sus
palabras frescas y conciliadoras agregan que ella exageró, que no hay tal héroe
y los dos hombres se trenzan en una charla informal, de esa suerte de diálogo
que se da cuando hay empatía, cuando sin arrogancia ni grosería se charla
simple y largamente.