“El pueblito estaba lleno de personas forasteras
Los caudillos desplegaban lo más rudo de su acción
Arengando a los paisanos, de ganar las elecciones….”
“Dios te salve mi hijo” tango.
Agustín Magaldi.
El viejo lloraba copiosamente, lloraba dando grandes alaridos de los que lo único que se podía extractar y medio entender era que alguien se lo había vaticinado. En medio del llanto vociferaba como un loco que un santo se lo había dicho.
Yo a fuerza de codazos -como todo en mi vida- fui logrando penetrar el círculo de gentes que rodeaban a los caídos, que eran el señor que daba alaridos y lloraba gritando que un hombre santo se lo había anticipado y el muerto. Tendido cuan largo era ante la puerta del café con sus ojos abiertos, enormes, brotados; en un gesto que pareciera sugerir que en vez de haber sido muerto por un puñal que le atravesó el pecho y le partió el corazón -como luego se supo- hubiera sido asfixiado. El papá lo tenía cargado sobre sus piernas y sostenía entre las manos su cabeza rapada al que llamaban “Estilo Humberto” con una pequeña mota de pelo sobre la frente; y el muerto, aún tibio, se movía a un lado y otro al vaivén que le imponía el señor llorando y repitiendo que un hombre santo se lo dijo; mientras en el fondo musical que ambienta el café se escucha la hermosa voz de Magaldi que como en una oración reza: “…un viejito lentamente, se quitó el sombrero negro, estiró las piernas tibias del paisano que cayó……lo besó con toda su alma, puso un grito entre sus dedos y goteando lagrimones entre dientes murmuró……pobre mijo, quien diría….que por noble y por valiente……..”
En honor a la verdad yo no puedo decir que pasó. Después se supo que a “Cochino” como todos en la galería llamábamos a aquel pelao, un tipo forastero, sin mayores argumentos le metió una puñaleta por debajo de la axila izquierda y lo atravesó de plano. La punta de esa lanza salió a la axila derecha y como cosa rara no manó sangre. En el lugar donde topó la cruz de la empuñadura se formó un gran rodete negro y al otro lado se hizo una hinchazón de color morado violeta, que por cierto a mí me pareció muy bonito ese color. Los ojos se le brotaron hasta casi salirse de sus cuencas y como su papá lo zangoloteaba y lo sacudía al unísono con su gritadera, pues el cochino terminó hecho un amasijo morado; mientras “La voz sentimental de Buenos Aires” inundando el ambiente al son de las guitarras continúa con su canción: “…..Voy a ir al camposanto y a la par con su abuelita, con mi pala y con mis uñas, una fosa voy a abrir…. Y a su pobre madrecita……y a su pobre madrecita…. le diré que usted se ha ido y que pronto va a venir……”
Como ya quedó dicho yo no vi nada de lo ocurrido allí, yo estaba a más de media cuadra terminando el aseo del lugar donde trabajo, que es una carnicería donde -a pesar de mis catorce, recién cumplidos- soy un experto desgüezador, se arreglar cerdos y reses, antes de colgarlos en los ganchos de exhibición al público; además soy el mensajero, tengo una buena bicicleta monark marco 22, con parrilla y cajón para hacer entregas a domicilio. Es por eso que don Pacho, el patrón, me sostiene el trabajo. Varias veces, mis amigos del oficio en las galerías me han dicho que ese viejo es un aprovechado, que deshuesar una res y un cerdo para que amanezcan exhibidos en los ganchos antes de las seis de la mañana que es cuando empieza la clientela a asomarse por la carnicería, vale cuatro pesos; también me dicen que asear el puesto al atardecer, cuando ya se ha terminado de vender la carne y después de haber recorrido el pueblo en la bicicleta con el cajón cargado de carne para entregar en las casas de los ricos o en los restaurantes, vale dos pesos; y en general me dicen que el patrón se aprovecha de mi situación, pero que va, yo eso no lo creo, no lo veo así; el patrón me da cuarenta centavos todos los días y los Domingos me da siete pesos, de los que le doy cinco a mi mamá y los otros dos se los doy a mi papá, pues para mí es suficiente con los cuarenta centavos de todos los días.
Ya ha pasado una semana desde que mataron al “Cochino” y ya entiendo que fue lo que el papá quiso decir cuando lloraba a los gritos a las puertas del café, con la cabeza del pelao asida entre las manos y manando lágrimas.
El patrón nos contó que cuando ellos estaban jóvenes, que no había galería sino una plaza de mercado, con mesas de madera y toldos de lona; llegó al pueblo una romería de gentes a los que llamaban “Los penitentes” que iban por todas partes rezando en voz alta, visitando enfermos, implorando y a la vez, haciendo caridad e inclusive su líder hacía milagros.
Don Pacho, mi patrón, está muy conmovido con este acontecimiento, pues recuerda con claridad todos los detalles de la época y nos describe al jefe de “los penitentes” como un hombre blanco, mono; muy grande y con una barba dorada que le llegaba al ombligo. Dice que este barbado de gran belleza física tenía la facultad de sanar a quien le imponía las manos y que además donde llegaba se sentía una paz y una tranquilidad impresionantes y que por estas razones era considerado un santo por sus muchos seguidores y que éstos eran personas de pueblo sin nada especial, sencillamente dejaban lo que hacían y se iban en romería tras el santo.
He aquí el cui del asunto: Dice don pacho que en una ocasión en que estaba el hombre santo rodeado de personas que le escuchaban atentamente su predicación se dejó venir con esta perla: “Uno de los aquí presentes que en estos momentos está arrullando un chiquito recién nacido en su casa, deberá negar a su familia, dejarlos y seguirme”. Como les parece? que el que tuviera un chiquitín recién nacido tenía que abandonar la familia y seguir a ese santo!! -agregó gesticulando mi patrón- so pena de perderlo antes de que llegara a los catorce años. Tenía que irse con “los penitentes” entregarse a su causa abandonándolo todo, en caso de no hacerlo así, su recién nacido hijito no llegaría a los catorce años. El relato del patrón culmina con el intento que hizo el papá del “Cochino” de seguirlos. Se fue con ellos pero regresó muy pronto, con los pies llagados y mas flaco que ratón de iglesia de tanto hacer ayunos y dijo que no volvería a esas andadas pues el trago y las mujeres eran mejores que la oración y la piedad.
Escuchando ese relato de boca de mi patrón comprendí por un momento el horrible destino de ese señor de perder de esa manera a su hijo. Claro que el pelao estaba en los catorce pues yo a él le llevaba unos pocos días -no se cuantos- y yo ya cumplí mis catorce, ahora en el mes pasado. Con qué cara ese papá mirará a sus otros hijos, si es que los tiene? Con qué corazón hará una oración por su hijo apuñalado en una circunstancia absurda, por designio oprobioso de un supuesto santo que lo condenó a muerte sin otra razón que un capricho?
Yo callado, a un lado, escuchando hablar al patrón recreo en mi memoria la cara del “Cochino” sus ojos brotados mirando al vacío, ignorante del drama que con su muerte aquí se vive, ignorante de que después de esa llorada su papá lo olvidará, así como lo olvidaremos los demás.
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