jueves, 10 de mayo de 2012

EL PERFUME DE PARIS

Con el pequeño estuche en sus manos le dio vuelta por enésima ocasión buscando una marquilla de fabricante o de importador que lo delatara como comprado aquí, sin lograr hallarla.  La cajita del frasco, de un cartón duro,  decorado en un fondo crema mateado, con visos azulados que en espirales se desplazan hasta grises cremosos y terminan desvaneciéndose, por sí misma era un hermoso artículo de regalo.  El pequeño frasco de linimento o jarabe que fungía como perfume, era a su vez hermoso:  De un vidrio amatista oscuro y frío;  rematado por un hermoso sombrero de ala corta de estilo gardeliano que servía como tapa y a la vez, dejaba muy en claro su feminidad, pues tenía al contacto con su entorno ese gusto de las protuberancias curvadas y deliciosas de los delicados cuerpos femeninos.

Comprobado hasta la saciedad que ni en el estuche ni en el frasco existían indicios de que fuera un producto nacional, canceló su importe al vendedor;  un joven gracioso y amanerado que acentuaba sus palabras con fingida delicadeza y que al sonreír exhibía dos finos hoyuelos en sus mejillas;  recordándole un rostro familiar que de momento no acertaba saber a quien pertenecía.   Se dirigió al sótano del centro comercial a buscar el auto de su amigo chucho, que lo fue a recoger al aeropuerto y que antes de regresarlo a su casa, lo trajo hasta aquí.  Con mano diestra depositó en un pequeño bolsillo del maletín de mano El Perfume de Paris y dijo en voz alta:  Ahora si Chucho, a la casita!

Había estado ausente  -en Francia-  por tres largos meses y ahora regresaba.   Tenía nostalgia de todo:  De su casa, de su familia, de su ciudad y en la prisa y la emoción del regreso olvidó que su pequeña lo único que le pedía era un auténtico perfume Frances. Eso era todo lo que María le pedía cuando charlaban en las noches  -él desde la cabina de un locutorio público y ella, desde la tibieza de su cama-   se decían incasablemente cuanto se extrañaban, se repetían cuanto se querían  -a pesar de la distancia-  Se expresaban como sus pieles tibias deseaban el reencuentro y sus bocas y sus manos anhelantes se buscaban en la fría soledad de la distancia.   Por eso casi enloquece de preocupación cuando ya instalado en el asiento que le correspondió en el avión cayó en la cuenta de que no traía consigo el perfume de parís,  que era lo único que su pequeña Ma. le pedía. 
 Su monita deliciosa, la mejor boca del mundo, el cuerpo más delicioso de todos los cuerpos que él en toda su vida había poseído;  Aquella boca en la que muchas veces quiso, frenético, fundirse para amalgamarse en el calor de la pasión y derretirse como chocolate delicioso formando un solo cuerpo.       Ma.  Era una riquísima circunstancia en su vida, lo llenaba de placer, de felicidad y además era discreta, decente, hermosa y lo mejor:  No interfería para nada en su vida,  ni siquiera sabía como se llamaban su esposa o sus hijos;  es más, no sabía ni siquiera su lugar de residencia.  Nunca se negaba  a sus requerimientos:  Con sólo pulsar un teléfono estaba disponible.  No se negaba a sus encuentros, jamás una escusa, un:  “Hoy no se puede”.  Esa chica preciosa que para nada lo molestaba, que nada le negaba, que nada le pedía y que todo se lo daba sin una sola reserva, sin el más mínimo asomo de egoísmo, sin la más pequeña contradicción que revelara una queja o un disgusto.
   
Desde que se conocieron en un baile de despedida de año, en un club de mucho caché de la ciudad, un día intermedio de diciembre, cuando su mujer estaba aún de dieta de su niño menor;  se habían vuelto inseparables;  fue amor a primera vista.   La primera comunicación entre ellos, el primer mensaje personal no pudo ser  mas directo:  Fue simplemente el encuentro de sus miradas; ella pensó:  “Por qué sólo veo a este hombre, tan distinto de los demás”.  Y él, con su mirada anclada en los ojillos de ella, como respondiendo a su interrogante a manera de disculpa parecía decir:  “Porque yo solo te veo a ti”  y entre ambos,  cantidades de gentes invitados a la fiesta, danzando, parloteando, riendo felices; ajenos a aquel sentimiento que temeroso vino a anidarse en el tibio pecho de la pequeña María para allí hacer su fortaleza para siempre.

Aquella monita flacucha y menuda, de rostro ovalado y naricita respingona, de pecho altivo y voz deliciosamente modulada;  excelente bailarina y gran conversadora;  lo mejor que tenía era esa sonrisa leve, inocentona, ante cuya aparición se acentuaban de inmediato dos leves hoyuelos en sus mejillas para darle un marco encantador a su mirada límpida, desprovista de malicia, sosegada y refrescante.  Fue amor a primera vista:  Ella sintió una oleada de calor encender su piel y recorrer su cuerpo hasta llegar a su cara y tuvo el impulso repentino de huir de allí, asustada quiso desaparecer ante el peso inmenso de una atracción tan plena y repentina.   Rápidamente vio desplazarse ante los ojos de su intuición las consecuencias de ese maravilloso amor que brotó repentino en su corazón;  pensó en la pasión, la entrega, la culpa;  el inmenso fardo del arrepentimiento;  en ese momento sintió en sus hombros la leve y dulce presión de unas manos varoniles, fuertes y suaves y como en una oración, una voz tierna y dulce, aunque firme y acertiva le dijo:  “Por favor no te vayas.   Quédate conmigo un rato más, por favor”   Se miraron con dulzura.  Alto y robusto, la rodeó con sus dulces brazos y con la mirada la penetró hasta el fondo mismo de su corazón, donde habitó para ya nunca más salir.
Desde ese momento se hicieron inseparables.  Ella no pensaba en el tiempo, los minutos, las horas, simplemente no le corrían;  ella vivía con él, para él;  a partir de esa noche sin tiempo, un remolino embriagador  la arrojaba lejos de toda conciencia.  Solían encontrarse después de las cinco de la tarde y pasar tres o cuatro horas entregados al más dulce y feliz de los encuentros:  La recogía en el auto, al salir del parqueadero y se alejaban de la ciudad, conduciendo sin prisa, escuchando música deliciosa, dejando rodar lentamente chorros de cerveza helada entre sorbos y palabras dulces, apretones de manos y caricias leves;  para finalmente recalar en la lujosa alcoba de un buen lugar, discreto y encantador;  entregar sus cuerpos anhelantes a las delicias del amor;   para luego, en una ceremonial despedida, con un hasta mañana amor, me llamas y me cuentas que tal dormiste, separarse.   Amó para siempre el contorno del cuerpo de su hombre, se ató a él;  esbelto pero fuerte, proporcionado y apasionado, discreto y  salvaje;  como si el cuerpo de ese hombre fuera un espejo en el que se reflejara la dualidad de animal y de deidad que nos habita. 
Que rutina más deliciosa soñar despiertos, el uno con el otro, repasar de día una y otra vez las delicias de los encuentros de las noches anteriores.  Que ricura ir en otro plan, con la familia por un centro comercial y ver en una vidriera una exhibición de cosas hermosas y desearlas para ella y regresar después, solo, comprarlas y en el próximo encuentro vespertino obsequiarla:   Aretes, blusas, pulseras, bolsos y cantidad de cosas más que ella compensaba con caricias tiernas y felices.  “Qué quieres amor?  dime que deseas, pídeme lo que quieras……   Y ella en respuesta susurrarle al oído con su dulce voz:  Te quiero a ti….. no pido nada más.

Al llegar a aeropuerto su amigo chucho lo esperaba;  dos maletas con detalles para su casa, para su madre y sus hermanas, para la gente de la oficina;  aún, hasta para el mismísimo chucho y el portero;  para todos los conocidos, allegados y amigos, un regalito;  todos, todos serían obsequiados con algo;  todos menos María, pues el perfume de París, lo único que pidió alguna vez;  lo único que anheló;  lo único que quiso para sí…….ella que todo lo dio desinteresada y desaforadamente tuvo que ser comprado en un “San Andresito” pues sólo recordó ese detalle en el avión.

Aquella noche, al regresar Ma. de su trabajo a casa se encuentra con que su hermano Pablo la espera;  aunque viven juntos, es poco lo que se ven pues él en ocasiones llega muy tarde en la noche, o simplemente no amanece en casa;  pero hoy está allí, la espera ansioso por contarle  -a manera de chisme-   que el doctor, su amigo, estuvo en la perfumería y compró un frasco de perfume chiviado al que revisó con inusual meticulosidad y claro, Pablo aprovechó para clavárselo bien caro; confesó.   María escucha ese relato sintiendo como el estómago se le llena de espuma;  sonriendo con dulzura no acierta a decir nada,  se refugia en el baño.   Mientras cepilla cuidadosamente sus dientes el raudal de lágrimas desciende tibiamente por sus mejillas.   Siente como en su interior, en lo profundo de su intimidad de mujer algo se rompe bruscamente;  como al rasgarse una tela.   Mientras Pablo remata su relato diciéndola como el hombre revisó el empaque, revisó el frasco, una y otra vez;  como buscando algo especial;  sin siquiera darse cuenta que el perfumista que lo atendió era su hermano.   Y aclara que en su autorizada opinión:   “El hombre es muy guapo, muy guapo hermanita;  de razón te trae tan reloca”  y agrega con sorna:  “Con un bombón así,  yo también me enloquecería”  y ríe sonoramente como si disfrutara un buen chiste.





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